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viernes, 17 de junio de 2016

El Hombre Araña

 -Me llamo Marcos, tengo 31 años y vivo en una pequeña ciudad al sur de Andalucía.
La habitación no era muy grande, del techo caía un micrófono, aquello le recordaba demasiado a un cuadrilátero de boxeo, y frente a él un espejo donde se veía reflejado. Sabía que detrás del espejo tres personas lo observaban con detenimiento y grababan todo lo que entre aquellas blancas paredes estaba sucediendo.
 Todo empezó el invierno del año pasado, debido a un fuerte resfriado, combinaba unos potentes fármacos para aliviar mi mal estar. Al estar bajo los efectos de los analgésicos no noté como una araña había inoculado su veneno en mi torrente sanguíneo.
 Una semana después, comencé a sentir los efectos de la picadura. Trabajo en una refinería, limpiando las gigantescas cubetas donde se depositan los distintos elementos de la transformación del petróleo. Eso junto a la radio actividad de los submarinos nucleares que pasan por el estrecho, aceleraron la mutación.
 Mi cuerpo se transformó, mis caderas se desplazaron hacia detrás creciendo dos piernas nuevas, bajo mis brazos, brotaron dos nuevos, así fue como se convirtió mi cuerpo en una mutación muy desagradable, mezcla de homínido y artrópodo.
 Mi vista no es aguda, pero he desarrollado una gran capacidad olfativa, y cada vello de mi cuerpo es capaz de determinar la humedad del aire y la temperatura.
 La alimentación también ha variado, ya no como verduras, actualmente solo devoro perros, gatos, gallinas,...
-No doy crédito, le decía la doctora Susana López a sus compañeros, el doctor Francisco Prieto y Roberto Muñoz.

miércoles, 1 de junio de 2016

Los Gonzalez

Mi abuelo se llamaba Iñigo Zurragamendi, cuando se trasladó al sur con toda su familia, pasó a llamarse "el vasco", mucho más cómodo de hilvanar en las bocas sureñas que cualquier apellido de las vascongadas. Pero a mi abuelo se le conocería después por muchos otros apodos.
Abu, así es como yo le llamaba, todos los demás nietos y nietas le llamaban Señor, yo al ser la primogénita, desfloré su endurecido corazón, que andaba limpio de afecto y obtuve el cariño de aquel hombre impertérrito. Como os iba diciendo, Abu era un tipo muy vikingo, no solo en su fornido aspecto físico, también en su forma de pensar y actuar. Por ello, a su muerte, quiso que le quemaran en un barco y lanzaran su cuerpo al mar. Algo que se negó en rotundo mi abuela, que cedió en parte y solo permitió que se quemara el cuerpo tras un padrenuestro silencioso.
Así, dispuso que en el jardín de la casa se hiciera una cama de leña, en la cual reposó el cadáver que estuvo ardiendo dos días. Una lluvia primaveral hizo que mi abuelo terminara por extinguirse.
 Esa misma tarde, hice un alcorque con los restos de la ceniza y planté en él un fresno. Tiempo después, descubrí que el árbol fue intensamente regado por las lágrimas de mi abuela, que cada amanecer se acercaba a hablar al fresno como si de su marido se tratase; y acababa de rodillas, arrancando los pequeños brotes de hierba que intentaban nacer en los dominios de la tumba; derramando lágrimas como una fuente.
 Escribo estas líneas cobijada por las ramas del árbol que hace años planté, aún siento como mi abuelo mira por encima de mi hombro a ver que ando tramando y escribiendo.