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sábado, 10 de noviembre de 2018

Viaje extremo

Llevaba días, ¡qué digo días!, meses sin escribir una sola línea. La inspiración había desaparecido, las horas pasaban muertas delante del ordenador viendo fotos archivadas que rememoraba una y otra vez en mi mente historias ya vividas. Sonreía, a veces lloraba y en algunas recurría al onanismo visionando imágenes de esas amantes que decidieron jugar con la cámara.
 Los días se mezclaban con las noches. En la barra de herramientas parpadeaba el editor de textos deseando que desvirgara su nívea hoja con las sombras de las palabras, pero aún a sabiendas que debía ponerme a escribir, las imágenes y los recuerdos podían con mi voluntad.
“Viaje a Cancún”. Había revisado todas las carpetas menos esa, el ratón pasaba por encima una y otra vez sin querer detenerse sobre ella, casi de manera involuntaria golpeé dos veces sobre el dibujo amarillo que simulaba un archivador de cartón. En pocos segundos la pantalla comenzó a llenarse de instantáneas, imágenes de la piscina, hotel, selva, siempre sonriendo y acompañado por una exuberante mujer de la cual no lograba recordar su nombre. La última de las fotos me mostraba subiendo a un avión, soñoliento y despidiéndome de manera teatral de la ciudad. Al cerrar la imagen, el editor de texto ocupó toda la pantalla de nuevo y el parpadeo negro sobre blanco del punto de inserción me tenía hipnotizado; de pronto me sobresaltó ver cómo empezaba a moverse dejando tras de él un rastro de  letras...”Ya es la hora...”.
-¿Ya es la hora?, ¿la hora de qué?. Pregunté en voz alta, como si alguien fuera a responder. Quedé de nuevo mirando aquella línea parpadeante tras los puntos suspensivos, y casi sin esperarlo, el cursor siguió escribiendo; “...de la partida”.
No entendía qué estaba pasando, aquello era un mal sueño, miré la habitación que había quedado blanca, despojada de todo objeto….. se había convertido en un espacio impersonal. Sobre la incólume pared comencé a visionar, como si de una proyección en tres dimensiones se tratara, el interior del avión que acababa de salir de México dirección España. Sin esperarlo, una explosión y una luz cegadora me devolvieron de nuevo a mirar, de manera obsesiva ,la pantalla del ordenador personal y el ir y venir periódico del punto de inserción.
-¡Dios mío!, balbuceé, estoy muerto.
-¡Venga! ¡Vamos! ¡Ya es la hora¡. Una voz femenina se introducía en mi oído a la vez que sentía cómo me zarandeaban.
Abrí los ojos y vi a María, mi joven esposa sonriente, vestida cómo una turista y cargada de bolsas.
-¡Vamos, llegamos tarde!, me alentó de manera impaciente sin perder su sempiterna sonrisa, visaje del que me había enamorado.
La seguí como quien sigue la inercia de la multitud cuando abandona un concurrido recinto, al llegar a la escalera que subía al avión, mi chica me dijo:
-Sube que te hago una foto. Y allí subí con aire despreocupado mientras ella cogía la pequeña cámara de la mochila, y sin pensarlo, me despedí de aquella ciudad de forma teatral.