-Nunca pensé que
esto pudiera ocurrirme a mí. ¿Cuantas veces había oído esa frase
a lo largo de mi vida?, tantas que no sabría decir la cantidad
exacta. Mi trabajo como médico oncólogo en el Hospital
Universitario de Puerto Real me habían llevado a transmitir tan mala
noticia a tantos pacientes, que el día que me tocó a mi, repetí indefectible la
frase que tanto había oído de boca de los aflijidos pacientes.
Me llamo Juan
Salvador Gaviño, sí, la broma de la gaviota me la habían echo
hasta la saciedad. La gente se repite, nos repetimos en lo que
creemos que pueda ser un alarde de ingenio para convertirlo en un
bucle cansino y poco afortunado.
-¿Cómo se llama
Usted?
-Juan Salvador
Gaviño
¡Ah!, decían a la
vez que asomaba una sonrisa estúpida y cambiaban de manera estudiada
a cara de ser ingenioso e ilustrado. ¡Juan Salvador Gaviota!, ¡como
el libro!.
El hecho de recalcar
que mi nombre era como el título de la obra más reconocida de Bach,
me repateaba el hígado, pero como buen ser humano sacaba mi cara más
falsa para sonreír de manera que pareciese que acababa de oír por
primera vez aquel ingenioso chascarrillo.
Los análisis no
engañaban, Juan Salvador “Gaviota” tenía metástasis por todo
el cuerpo, a lo sumo, viviría tres meses más. Miré mi reloj, vaya
fastidio, lo tarde que es con la de cosas que tengo aún que hacer.
Cerré la carpeta que contenía el informe, me despojé de la bata
blanca y salí con los papeles bajo el brazo dirección de la oficina
del director jefe.
-Buenas tardes,
dije a la vez que accedía al despacho del director jefe, en la
puerta una pequeña placa informaba de quien había tras la puerta,
M. Sánchez López.
-Hola Miguel, dije
mientras me sentaba en el sillón rojo frente a la mesa atestada de
papeles e informes del médico jefe. Miguel me saludó sin levantar
la vista de los folios que leía. Pude fijarme con atención en aquel
pequeño hombre, pasaría de largo los cuarenta pero nada delataba su
edad. El pelo lacio separado por una línea hecha con regla aún
permanecía zaino, un poblado bigote bajo la nariz desproporcionada
para aquella cara, aún más pronunciada por la pequeña gafa sin
monturas que usaba, se movía debido a la lectura silenciosa que
hacía el médico. Su despacho estaba repleto de estanterías con
libros y archivadores, una pequeña ventana era insuficiente para
llenar de claridad la estancia, que al igual que todo el hospital, se
iluminaba de fluorescentes.
No sentía nada, ni
dolor, ni miedo, ni rabia. Esperaba paciente observando todo a mi
alrededor, a sabiendas que todo carecía de importancia e interés,
salvo que tenía mis horas contadas. Pero aún así, mi estado
anímico seguía siendo el mismo que adquirí tras tomar mi primer
café.
-Tú dirás,
interrumpió mis pensamientos las voz grave que parecía salir de lo
más profundo de una caverna, impropia de aquel pequeño hombrecillo.
Sin mediar palabra le arrojé mis informes sobre la mesa.
Miguel sin apartar
sus ojos que asomaban por encima de las lentes sobre su inmensa nariz
de los míos, tomo el informe y solo hasta que tuvo los papeles a la
distancia correcta y en posición para el enfoque correcto no dejó
de mirarme para fijarse en los documentos.
Su cara se iba
demudando, cuando acabó de escudriñar todos los datos dijo de
manera casi automática.
- ¡Vaya por Dios!
- ¿Qué tiene que
ver Dios en todo esto?, dije en un tono monótono.
Miguel,
acostumbrado a mi estado ateo, ni tan siquiera se dignó a replicar.
- ¿Qué piensas
hacer?
- Nada, fue mi
lacónica respuesta.
- ¿No quieres
entrar en ningún programa experimental?, aventuró a modo de último salvavidas.
Sonreí de medio
lado, negué con la cabeza y dije con el mismo tono invariable:
-Me tomo estos tres
meses de vacaciones.
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