Tras
la barra, un hombre de aspecto sucio mataba moscas con un trapo. Todo
olía a frituras; era un milagro que sanidad no le hubiera cerrado ya
el establecimiento.
Pérez
llegó a la hora acostumbrada, con más de cien kilogramos de peso,
retaba cada día a la banqueta de madera para no partirla en mil
astillas.
-¡Hola
Pedro!, saludo secándose el sudor de la barbilla. -¡El guiso del
día!, dijo mientras emitía extraños sonidos debido al esfuerzo que
le costaba respirar.
Sin
mediar palabra, Pedro le sirvió un plato enorme de carne con
tomates.
-¡Que
te aproveche!, dijo de mala gana.
En
la distancia observó como Pérez daba buena cuenta de su comida, lo
hacía con fruición, sin levantar la mirada del plato, llenando los
dos carrillos y engullendo casi sin masticar.
De
pronto, comenzó a convulsionar. Ya no emitía sonido alguno y su
rostro se azulaba por momentos, un golpe de tos y algo sobrevoló la
barra hasta caer a los pies de Pedro. Un trozo de carne con un
pequeño pendiente adherido.
-Dile
a Carmen que el guiso estaba de muerte, se despidió Pérez.
Pedro
miró el trozo de carne en el suelo y dijo:
-¡Ya
has oído!
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