“La vida en Rosa”
Capítulo
I
La
mañana aparecía gris, pronto empezaría a llover. Cristian miraba
la calle a través del cristal de la ventana del salón, por ella una
señora acaba de abrir su paraguas, la lluvia había llegado.
Melancólico, imaginaba los posibles tipos de vida que podría tener
aquella sencilla mujer. Dependienta, oficinista ,limpiadora...
-¡Buenos
días amor!, una humeante taza de café se interponía entre la
melancolía y el chaparrón. Cogió la taza suspendida frente a su
nariz e instaló la cabeza en el pecho de su amor.
-¡Gracias
mi vida!, le dijo mientras sentía el suave tacto de la americana en
su piel. Un beso en su frente fue la respuesta a ese gesto de amor, y
se sentaron en la mesa a degustar el desayuno.
-Ya
tengo los billetes de avión, el Viernes bajamos a Cadiz, ¡Qué
ganas de estar tumbado al sol!, dijo Ismael mientras untaba
mantequilla en la tostada.
-¡Ufff!,
expiró Cristian, no veo el momento de que estemos allí los dos
juntos y -¡Solos!.
Ismael
le dedicó una sonrisa, a él también le apetecía pasar con su
chico unas vacaciones que se presentaban de ensueño, tras un año
complicado, donde por culpa del trabajo y por motivos ajenos a la
pareja, la relación había sufrido mucho; ya era hora que los
agentes externos fuesen beneficiosos en vez de destructivos.
Se
despidieron con un fugaz beso en los labios y Cristian quedó
atrapado en su casa.
El
hogar no era muy grande, se componía de un salón pintado en verde y
rosa, junto a un librero atestado de obras de todo tipo, un pequeño
sofá cubierto con una manta multicolor hecha en pasword, que se
convertía en cama para acoger las visitas; hacía tanto que no venía
nadie a verlo, pensó mientras recogía los restos del desayuno. ¿Qué
habría pasado con todos aquellos amigos de juventud?. Las paredes
todas estaban adornadas con diferentes tipos de cuadros, algunas de
cuerpos masculinos desnudos, otras, directamente mostraban atributos
varoniles en su estado de máxima erección, y las menos, paisajes
bucólicos.
La
cocina era pequeña, apenas cocinaban en ella, la alacena estaba
rellena de embutidos, quesos y una bodega decente. En la casa solo
hacían el desayuno y la cena, ya que ambos almorzaban fuera. Los
días que eran festivos, pedían la comida a domicilio.
El
resto del hogar lo componía el amplio dormitorio y un cuarto de aseo
con bañera, ya que él mismo había solicitado esa única condición
el día que decidieron buscar un apartamento para los dos. Disfrutaba
de baños de agua caliente hasta que su blanquecina piel adquiría el
color rosáceo del salmón.
La
mañana la dedicaría a preparar las maletas, no quería dejarse nada
en casa que pudiera necesitar en la playa. Aún era Lunes, pero su
naturaleza maniática, le obligaba a tenerlo todo controlado con
bastante antelación.
Una
hora después, Cristian estaba tumbado desnudo sobre la cama, boca
arriba, observando el cielo a través del amplio ventanal e imaginándose
flotando en el mar. El sonido de la puerta le sobresaltó. ¿Quien
sería?.
Se
colocó una toalla en la cintura mientras recorría el pasillo dando
pequeños saltitos. Se asomó a la mirilla y solo pudo ver un enorme
paquete. Abrió un poco la puerta y escuchó la voz de un hombre
joven decir:
-¿Don
Cristian Mayo?, a la vez que pronunciaban su nombre, la cara de un
joven asomaba tras aquel enorme paquete.
-Soy
yo, se presentó Cristian, que a pesar de superar los cuarenta
mostraba un torso digno de las esculturas de Miguel Ángel, abriendo
del todo la puerta y mostrándose como un pavo real.
-¡Este
paquete es para usted!, dijo el joven deseando soltar la carga.
-¡Me
encantan los paquetes grandes!, soltó el dueño de la casa al joven,
con la mal sana intención de provocar.
-¿Puede
usted firmar aquí?, dijo azaroso el muchacho, que no veía el
momento de escapar de las garras de aquel hombre que no es que se
insinuara, sino que lo acosaba.
-¡
Te firmo donde tu quieras, guapo!. Dado el primer mordisco y
saboreada la sangre, no iba a dejarla escapar su presa tan
fácilmente.
Una
vez que el chico tuvo el albarán en su mano, ni se despidió, cogió
las escaleras y en un tris se perdió de la vista de Cristian. Este
sonrió tras el aprieto en el que acababa de poner al joven. Le
encantaba poner de los nervios a los jóvenes.
Colocó
el enorme paquete sobre la mesa y se sentó en el sofá a contemplar
aquella caja cuadrada envuelta en papel de regalo rojo y adornada con
un lazo enorme dorado.
¿Qué
sería?, ¿Quién le enviaría aquel regalo?, los nervios se
apoderaban de él mientras dilucidaba de qué se trataría.
Aquella
manía la tenía, como tantas otras, desde su más tierna infancia.
La gente comentaba como algo anormal y sorprendida de como se llevó
una semana con un regalo cerrado sobre una mesa, mirándolo sin
abrir.
Nadie
entendía que él disfrutaba cada instante de aquellos presentes, aún
sin abrir. Cristian siempre decía que lo importante no era el regalo
en sí, sino quien hacía el regalo, por ello, el gozo que le
producía imaginarse a esa persona buscando el regalo, comprándolo y
envolviéndolo, le producía un placer tal, que el hecho de abrirlo
era romper el cordón umbilical que lo unía con esa persona. ¿Y que
madre no disfrutaba de su hijo mientras estaba en su interior...?.
El
reloj de la cocina marcó las doce de la mañana. -¡Dios mio!, dijo
en voz alta. -¿Tan tarde es?, continuó hablando para sí mismo.
Corrió
hacia el dormitorio y comenzó a vestirse, un traje de chaqueta de
color burdeos, camisa negra, zapatos a juego y un
pañuelo anudado en el cuello de color mostaza. Su daltonismo hacía
que combinase los colores de manera muy particular, pero lo que
pensarán los demás de su estilismo se la traía al pairo.
Quince
minutos más tarde estaba pidiendo un taxi para que lo llevase al
taller de su buen amigo y socio, Risco.
Risco
era un pintor que pudo haber pisado el olimpo de los artistas, pero
prefirió quedarse unos escalones por debajo. Su antropofóbia
diagnósticada, le había llevado a tener una vida asceta, con el
único nexo de unión al resto del mundo de su amigo de infancia
Cristian.
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