-¡Vamos
Saya!-voceó
su madre, aupada en el
último escalón y elevando el cuello con la intención de que su voz
recorriera menos espacio y llegara así de manera más fácil a su
hija.
-¡Ya
bajo mami!, una voz infantil
resonó por el hueco de la escalera. Diana sonrió y relajó su
cuerpo, esperando ver a su
niña.
De
dos en dos bajó la pequeña Saya los escalones.
Sus bailarinas blancas se deslizaban sin apenas hacer ruido
por las escalinatas de mármol. Los calcetines de hilo albugíneo
permanecían adheridos a la pierna,
cubriendo hasta las rodillas, aguantando estoicos los golpes de la
chiquilla sin escurrirse. El
traje floreado bailaba con el vaivén propio del descenso acelerado.
Su largo pelo negro hacía el mismo juego que el vestido,
creando una bucólica imagen en la mente de Diana, que miraba
orgullosa y feliz a su querida hija.
-¡Feliz
Cumpleaños!- gritaron todos
los invitados al unísono al ver aparecer a Saya. Norman, su padre,
cargaba con una enorme tarta alumbrada con once velas.
Al
anochecer, los últimos invitados dejaron la casa. Saya no cabía en
sí de gozo.
-¡Ha
sido mi mejor fiesta de cumpleaños!-le
decía a su madre una y otra vez, mientras ésta,
sentada a su vera en la cama,sonreía
a la par que acariciaba su inocente mano. El sueño venció al
entusiasmo y un beso materno en la frente selló el magnífico día.
-
¡Shhh!- siseó el
padre -No te muevas- le dijo
al oído mientras la abrazaba agazapado tras una esquina. Vigilando,
tras ellos, Diana. Que cargaba un hatillo con todas las pertenencias
que tuvieran algún tipo de valor.
Saya,
pegada al pecho de su padre,
nota el miedo que desprende
su progenitor. El corazón
latiendo acelerado casi la deja sorda.
El sudor caliente recién transpirado se mezcla con el olor a
tabaco impregnado en la ropa. Tanto
la aprieta, que casi llega
a asfixiarla.
Cerró
los ojos, intentando
recordar el día de su cumpleaños.
No había pasado ni una sola semana desde que lo celebraran
todos juntos con alegría. Lo único que sus
padres le habían permitido llevar consigo era un colgante de
media luna que su madre le regaló. Mientras Diana
se lo ponía al cuello, le contó que laabuela
se lo entregó a ella el día de su
undécimo cumpleaños y que así había ido pasando por todas
las generaciones. Hasta
llegar a Saya.
Cogió
con fuerzas el colgante y se hundió aún más en el pecho de su
padre. A lo lejos se oían gritos, disparos, llantos y súplicas,
muchas súplicas.
Apretaba
los ojos intentando que así el sonido también se disipase al igual
que la luz, pero pudo escuchar con claridad lo que aquellos hombres
decían.
-¡Vamos,
fuma!, gritaba una voz poderosa.
Una
mujer lloraba y pedía. Rogaba que lo dejasen en paz, que aquel
era buen hombre y siervo de Dios.
El
guerrillero al mando ignoró a la señora que le impetraba perdón
para el reo. Y volvió a hablar elevando el tono de manera
ostensible, para que no se enterase solo aquel rehén al que habían
obligado a encender el cigarrillo, sino la mayor cantidad de personas
posible
-Sabes
que fumar es una lenta forma de suicidio y Ala castiga ese pecado con
la muerte-. Tras terminar de
hablar, se pudo oír el sonido de algo rasgando el aire hasta
topar y tajar su objetivo, tras el corte, algo se desprendió y rodó
por el suelo. Después, en
el silencio que se instauró,pudo oírsecon claridad el ruido
que salía de la tráquea al
vaciarse los pulmones de aire para
anegarse de sangre. El desgarrador grito de la
mujer devolvió la vida a la plaza.
-¡Vamos!-
dijo su padre. Se pusieron en pie y cruzaron la explanada en
la que, instantes antes,
había dos hombres. Uno, con
el poder que le otorga la fuerza y la locura de pensar que sus actos
están protegidos y guiados por la mano divina.
Otro, que padece y sufre la locura ajena en forma de muerte.
Pasaron cerca de la cabeza que mantenía aún el cigarrillo en los
labios y que así se quedó durante semanas como aviso a navegantes.
Norman
cobija a su hija con el brazo tratando de que pase
inadvertida. Tras ellos,
cargando con las pocas cosas que habían decido llevar, su
mujer. Vestida entera con un burka
negro, oculta de esta manera
su bello rostro, su anillado pelo azabache,
sus ojos color miel,
sus carnosos labios. Saya sabe
que, bajo aquella horrible
vestimenta, se encuentra
su madre. Eso la tranquiliza.
-¡Alto!-
gritó una voz. Saya la
reconoció de inmediato:
era la del hombre que, diez
minutos antes, había estado
en aquella plaza.
Su
padre detuvo el paso. Tras él, su
madre. Norman no soltaba la mano de su hija.
Se quedaron inmóviles,
esperando una nueva orden.
-¡Ven!-
volvió a ordenar aquel individuo.
Norman
se giró con lentitud. Sin soltar
las manos de Saya, se
dirigió hasta el vehículo en el que esperaba aquel Yihadista.
Uno de sus pies sobresalía del jeep.
Entre las piernas portaba un rifle.
Sus barbas estaban sucias y no paraba de hurgarse los dientes
mientras se dirigía al Sirio.
-¿Porqué
no lleva ella el Burka? –
preguntó, haciendo
un gesto con la cabeza hacia Saya.
-Solo
es una niña, balbuceó Norman, aún no tiene los diez años, mintió.
Saya
no levantó la mirada del suelo, a sabiendas de que su padre mentía
para salvarla y el futuro de la familia dependía de las decisiones
que tomara aquel faccioso.
-Está
bien - se mostró
condescendiente el hombre con arma -
podéis continuar, pero en menos de dos horas tendremos el
toque de queda, ya sabes las consecuencias si te pillamos por la
calle.
Norman
no pronunció palabra alguna, se volvió y continuó la huida. Sabía
que en dos horas ya estarían lejos de aquella ciudad.
-¡Hola
Said! - saludó Norman a su
buen amigo, a la vez que se fundían en un abrazo. Said era un chico
de unos treinta años, había sido alumno de Norman en la
universidad, destacaba entre todos los estudiantes
por su sensibilidad y capacidad literaria y eso les llevó a entablar
una relación de algo más que alumno profesor. Said disponía de un
coche ruso de segunda mano capaz de sacarlos de aquella ciudad que
profesaba una metamorfosis a maldita.
La
salida de la ciudad se hizo sin altercado alguno, apenas había
vehículos por las calles y no tuvieron que padecer ningún control
de las milicias. Tras el saludo,
apenas habían hablado más que algunas indicaciones dada de manera
escueta, poco había ya que decir que no estuviese ya hablado y
meditado. Dos horas después, la ciudad de Alepo quedaba
lejos.
-Estamos
a unas cinco horas de la frontera con Turquía -
informó Said - les dejaré
todo lo cerca que me sea posible.
-¿No
la cruzarás con nosotros? -
quiso saber Norman.
-Mi
sitio está aquí, seguiré asistiendo a la universidad, ahora que
usted no está, alguien debe ejercer de profesor titular –
dijo, con una sonrisa que denotaba amargura, a pesar de que
trataba de reflejar todo lo contrario.
Se
despidieron con el mismo énfasis con el que se habían saludados
horas antes, la familia se unió a un grupo que andaba por el arcén
y comenzaron el peregrinaje a pie.
El
sol apretaba. A pesar del
calor, Saya miraba con los
ojos de la inocencia el mundo que la rodeaba, cientos de personas
deambulando como muertos vivientes hacia una vida mejor.
Un
bebé en brazos de sus
progenitores lloraba desesperado.
El hambre, el cansancio, el exilio, demasiada carga para
cuerpos tan pequeños. Saya le sonrió e hizo gestos con la mano. En
ese momento, el bebé dejó de llorar y su mirada se perdió en un
vacío eterno. La muerte era el destino de los más débiles, el
camino más corto hacia la paz.
Ya
llevaban cinco días andando por entre aquellas montañas y valles,
parecieran meses deambulando por las tierras áridas que separaban
Siria de Turquía.
Al
tercer día, Norman decidió alejarse del grupo que formaba el éxodo
y viajaba en línea recta hacia Turquía, dando
un rodeo e intentando evitar así los ejércitos fronterizos.
Sin nada que llevarse a la boca, sobrevivían
gracias a la generosidad de los pocos pastores nómadas que se iban
encontrando en el camino. Las noches son frías, los días calurosos.
El cansancio se acumula en las jóvenes piernas de Saya que,
débil y desnutrida,
comienza a sufrir fiebres.
Norman,
a sabiendas de lo duro que resulta
el viaje, intenta que sea
ameno y esperanzador, para
conseguirlo, les cuenta a su mujer e hija historias de
antepasados. De lo grandes y
poderosos que fueron sus
ejércitos. Decómo, en otra
época, el mundo giraba alrededor de Siria. Al
terminar de relatar las antiguas gestas , les asegura
que, cuando lleguen
a Europa, serán muy
bien acogidos, ya que el legado que han
aportado a la humanidad, les abrirá
todas las puertas.
Saya
apenas entendía lo que su padre le contaba, pero trataba de emitir
una sonrisa cada vez que este se giraba y la miraba, lo
hacía a pesar de tener los labios secos y resquebrajados por
la fiebre y el calor. La debilidad y el polvo se acumulaban de forma
abusiva en ella.
Al
octavo día llegaron a un enorme asentamiento cerca de la frontera
turca, en la provincia de Iblib. Esa noche comieron sopa caliente y
algo de pan.
El
cielo estaba lleno de estrellas. Si
Saya alargaba la mano, estaba segura de que podría coger alguna. A
lo lejos, alguien tocaba el saz cantando canciones de amor.
Tenía una voz dulce que ayudaba a conciliar el sueño.
Saya
notó como su padre se acercaba y le besaba la frente en la
oscuridad.
-¿Porqué
a nosotros papa? - preguntó
la niña con voz baja. No obtuvo respuesta, aunque sabía que su
padre aún estaba allí, ya que su silueta sobre ella recortaba el
cielo estrellado.
-¿No
hay nadie que pueda parar este terror? ¿Qué hemos hecho para que
nos tengamos que ir de nuestra casa? Saya hacía las preguntas sin
obtener contestación. Notó una gota en su mejilla y supo que su
padre solo tenía como respuesta una lágrima. Entonces calló y dejó
que los sueños la abrazaran.
El
nuevo amanecer se convirtió en la peor pesadilla de la familia. Saya
despertó sobresaltada con
los gritos de su padre, que a voces llamaba a Diana.
¿Qué
ocurría?, ¿Dónde estaba su madre?. No podía ser:
¡su madre había desaparecido!
Norman
cogió a Saya de la mano y comenzaron su búsqueda.
A
las afueras del campamento unos gritos alertaron a Norman.
No había duda, era la voz de Diana.
Corrió hacia donde surgían los lamentos. Tres soldados abusaban de
su bella mujer mientras esta trataba en vano de desasirse de aquellos
fornidos brazos. Cuando Norman llegó por
fin junto a ella, solo encontró a su esposa
desnuda, golpeada y llena de sangre. En la lejanía observó
impotente como aquellos violadores marchaban armados y quiso morir al
oír como reían tras su crimen.
Las
lágrimas se agolparon en los ojos de aquel hombre, que arrodillado
junto al cadáver de su compañera
trataba de no volverse loco. La sangre le corría con fuerza por sus
venas, la sien le martilleaba su cabeza en latidos sordos. El dolor
del alma se apoderó de todo su ser. Cogió a su pareja
en brazos, Saya se agarró a la mano de su madre yacente y comenzaron
a andar en la misma dirección por la que se habían ido los
asesinos.
Como
la pólvora corrió la noticia por el asentamiento, apenas tardaron
unos minutos en movilizarse y marchar todos en silencio junto al
afligido padre, la occisa y la inocente niña
Al
llegar a la frontera, aquellos hombres uniformados amenazaron con
disparar si intentaban entrar en territorio Turco.
Norman depositó a su mujer con mucha dulzura en el suelo, se
incorporó y se dirigió él
solo en dirección a la alambrada
que separaban los dos países.
Hizo
caso omiso de los guardias, que a cada paso que daba el Sirio, más
nervioso se mostraban, elevando la voz y las amenazas.
Al
llegar a la puerta que separaba el futuro del presente, rodeada de
vallas y alambres de pinchos,
Norman agarró con su mano el candado que la mantenía cerrada. Tiró
de él en un vano intento de que se abriese y escuchó las
detonaciones. El instinto le llevó a agacharse, oía silbar las
balas sobre su cabeza, pudo ver como el grupo que lo había
acompañado se dispersó en una alborotada huida.
El
mundo se detuvo para Norman cuando se dio cuenta de que Saya estaba
derrumbada sobre su madre y no se movía. En aquel momento la sangre
se heló en sus venas. Corrió hacia ellas, y aunque la distancia que
debía hacer no era muy grande, los pocos segundos que tardó en
cruzar aquel espacio se le hizo eterno. Hasta que no alcanzó a su
hija, sus movimientos transcurrieron a cámara súper lenta.
Al
girar a la niña para verle la cara, el tiempo cobró su ritmo
natural. Saya le sonrió. Sus manos descansaban sobre su estómago,
de entre sus dedos comenzó a brotar sangre de un color rojo
brillante imposible de retener.
Un
desgarrador grito surcó el aire y se perdió en el desierto, luego
silencio.
Norman
mecía a su hija, que hacía rato había dejado de sangrar, ella aún
mantenía sus ojos abiertos, que miraban hacia el inmenso cielo azul,
aunque ya nunca más podría contemplarlo.
Con
gran delicadeza, pasó la mano por su rostro y se los cerró para
siempre.
La
noche la pasó junto a los cadáveres, velando sus cuerpos. Al
amanecer las enterró en una fosa cavada con sus propias manos, antes
de cubrir los cuerpos con la arena del desierto, cogió el colgante
de su hija y se lo guardó en un bolsillo, quitó el velo que tapaba
el rostro y el pelo de su mujer y los dejó libre.
Comenzó
a andar, dirección a Alepo. Nunca abandonaría la tierra donde
descansaban su mujer y su hija.
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