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martes, 5 de julio de 2016

María

María era una niña de once años con una imaginación desbordante, enjuta y con una cabeza rubia llena de rizos, su pequeña nariz se perdía entre los dos grandes ojos de color verde.  Todos los día se retrasaba en la llegada del colegio y le presentaba a su madre las más dispares de las historias para justificar su tardanza.
 Así, un día le dijo a su madre, que cuanto más rápido avanzaba, más largo se hacía el camino, este se estiraba como chicle y jamás lograba llegar a casa, y que gracias a su ingenio, pudo llegar a una esquina y bordear a la calle esa que no la dejaba avanzar.
 Otro día que llegó llena de tierra, sucia como si se hubiese bañado en lodo y también a horas intespestivas, le contó a su madre que la calle se había derretido, y que casi se la traga, pero que una cigüeña se apiadó de ella y le ofreció sus patas para que se agarrase y poder salir volando de aquella muerte segura.
 Su madre, viuda y que se desvivía por su niña María, evitaba enfadarse y escuchaba con estoicismo las fábulas que su hija le narraba, tal era el énfasis que la niña ponía al contar aquellas historias decorándolas con detalles y sensaciones, que a su madre se le difuminaba el enfado y acababa embelesada  escuchando con apremio las luchas de su hija por llegar sana y salva a su casa.
 Aquel Viernes todo fue diferente. La madre de María no tenía que trabajar, así que decidió ir a recogerla al colegio, e irse a comer algo a un bar. Cuando desde la acera vio a su hija salir del colegio, un vuelco le dio en el corazón. No podía creer lo que veía, su rostro se descompuso y entonces rompió a llorar.