Sueño, sueñas con
alcanzar lo infinito, miras absorto hacia la nada, pensando, soñando.
La mísera existencia que vives no se refleja en la única válvula
de escape que tienes, tus sueños. Sueñas con el amor, el éxito,
la playa, el poder, el dinero. En definitiva, sueños de pobre. Tu
mejor sueño es el de la libertad, no ser esclavo del sistema ni de
ti mismo, pero tienes miedo a romper las cadenas que voluntariamente
te pusiste. Cada día que amanece deseas que llegue la hora del sueño
para volver a ser Libre. ¡Despierta, ha llegado el momento!.
En el jardín azul había flores diferentes a todas. En el jardín azul habia aromas por nadie nunca sentidas. En el jardín azul habia sonrisas que jamás terminaban. En el jardín azul habia poemas que en su luz se elevaban. En el jardín azul habia un tesoro; estaba el fin del dolor. En el jardín azul estabas tú... estabas tú, y me amabas. (Germán Alexis Gilio)
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martes, 26 de diciembre de 2017
viernes, 1 de diciembre de 2017
El Rey (cap.II)
-¡Co-co-co coño, el sol!. Dijo al romper una rama con su machete.
Por arte mágico, la selva había dejado paso a un enorme descampado, donde el sol nos dejó cegados por unos segundos, lo que pudimos ver cuando los ojos se acostumbraron a la luz nos volvió a dejar sin palabras.
Una veintena de hombres desnudos nos apuntaban con sus arcos rudimentarios y lanzas con puntas de piedra afilada.
A mi derecha "el Grillo", con la boca tan abierta como los ojos, tras él "el Cabesa", de la población gaditana de San Fernando, que a todo el mundo lo trataba con el apelativo de Cabesa, de ahí que todos se dirigían a él con el mismo calificativo. A mi izquierda, Gonzalo, "el viejo", ya lo conocéis, junto a él "el Mellao", un extremeño con más valor que dientes y cerrando la expedición, un Jienense al que todo el mundo conocía como "el Granaino", pues no en vano se había comido un día una docena de granadas y estuvo más de una semana sin poder dar de cuerpo. A mi me conocían como "el Tiñoso", vecino de Puerto Real y enrolado en las filas de Don Fernando IV, mi apodo me lo pusieron por tener las manos negras de la tizne que soltaban los chocos que cogía para poder sobrevivir. Ahí estábamos, "el Cabesa", "el Grillo", "el Viejo", "el Tiñoso", "el Mellao" y el "el Granaino", cara a cara con los primeros seres humanos que veíamos en semanas.
Una flecha surcó el aire y se estrelló contra mi armadura haciéndose añicos la saeta al contacto con el metal.
- ¡Nos atacan!, gritó "el Viejo", mientras se arrodillaba y descolgaba de su hombro el arcabuz.
Antes de que nos pudiéramos poner en guardia, la batalla había concluido.
El que había lanzado la flecha, que parecía ser el jefe puesto que se adornaba el cabello con plumas, se había arrodillado y depuesto sus armas. Le siguieron todos y cada uno de los soldados indígenas que le rodeaban. Sus movimientos parecían que eran de adoración. "El Mellao" comenzó a reír a carcajadas, todos lo miramos sorprendido.
-Pues no parece, dijo cogiendo aire, que "el Tiñoso" es su nuevo Dios..
Me di cuenta que todos los hombres arrodillados me miraban de reojo y atemorizados, el brillo de mi coraza bajo el sol y el haber repelido su flecha con mi pecho de hierro, les había hecho creer que yo tenía poderes y era un Dios.
-Venga "Tiñoso", dijo "el Viejo" a la vez que me empujaba hacia delante, -Haz que tus súbditos nos agasajen y den comida, que tengo tanta hambre que me comería a tu madre por los pies.
Por arte mágico, la selva había dejado paso a un enorme descampado, donde el sol nos dejó cegados por unos segundos, lo que pudimos ver cuando los ojos se acostumbraron a la luz nos volvió a dejar sin palabras.
Una veintena de hombres desnudos nos apuntaban con sus arcos rudimentarios y lanzas con puntas de piedra afilada.
A mi derecha "el Grillo", con la boca tan abierta como los ojos, tras él "el Cabesa", de la población gaditana de San Fernando, que a todo el mundo lo trataba con el apelativo de Cabesa, de ahí que todos se dirigían a él con el mismo calificativo. A mi izquierda, Gonzalo, "el viejo", ya lo conocéis, junto a él "el Mellao", un extremeño con más valor que dientes y cerrando la expedición, un Jienense al que todo el mundo conocía como "el Granaino", pues no en vano se había comido un día una docena de granadas y estuvo más de una semana sin poder dar de cuerpo. A mi me conocían como "el Tiñoso", vecino de Puerto Real y enrolado en las filas de Don Fernando IV, mi apodo me lo pusieron por tener las manos negras de la tizne que soltaban los chocos que cogía para poder sobrevivir. Ahí estábamos, "el Cabesa", "el Grillo", "el Viejo", "el Tiñoso", "el Mellao" y el "el Granaino", cara a cara con los primeros seres humanos que veíamos en semanas.
Una flecha surcó el aire y se estrelló contra mi armadura haciéndose añicos la saeta al contacto con el metal.
- ¡Nos atacan!, gritó "el Viejo", mientras se arrodillaba y descolgaba de su hombro el arcabuz.
Antes de que nos pudiéramos poner en guardia, la batalla había concluido.
El que había lanzado la flecha, que parecía ser el jefe puesto que se adornaba el cabello con plumas, se había arrodillado y depuesto sus armas. Le siguieron todos y cada uno de los soldados indígenas que le rodeaban. Sus movimientos parecían que eran de adoración. "El Mellao" comenzó a reír a carcajadas, todos lo miramos sorprendido.
-Pues no parece, dijo cogiendo aire, que "el Tiñoso" es su nuevo Dios..
Me di cuenta que todos los hombres arrodillados me miraban de reojo y atemorizados, el brillo de mi coraza bajo el sol y el haber repelido su flecha con mi pecho de hierro, les había hecho creer que yo tenía poderes y era un Dios.
-Venga "Tiñoso", dijo "el Viejo" a la vez que me empujaba hacia delante, -Haz que tus súbditos nos agasajen y den comida, que tengo tanta hambre que me comería a tu madre por los pies.
miércoles, 29 de noviembre de 2017
El Rey
Estaba mojado hasta los huesos, era el único en la expedición que aún conservaba la armadura, el resto la había ido dejando arrumbada en aquella maldita selva. Desde que entramos en aquella espesura no habíamos visto el sol, pero sí recibíamos en nuestros cansados cuerpos el agua que caía del cielo y subía del suelo. Estábamos en la peor de las emboscadas. Gonzalo, el más viejo del grupo, que se jactaba de haber estado metido en agua hasta el cuello una noche entera en los fríos canales de Flandes, profería improperios de manera continua de lo inhumano que era aquella selva. La calor junto a la humedad, se hacían insoportables. Cada metro que avanzábamos, era ganado a golpe de mandoble contra lianas y arbustos que se empecinaban en retenernos para siempre en aquel vergel.
"El niño", Miguel de Santander, arrastraba su cuerpo tras nosotros, las fiebres y el agotamiento se reflejaban en su rostro, había visto muertos con mejor aspecto que el que lucía el pobre muchacho. Todos nos preguntábamos cómo había sido posible que siendo del norte y acostumbrado a las húmedas tierras cántabras, su cuerpo no resistiera. También es cierto, que ninguno de los presentes habíamos subido de Toledo y no teníamos ni puta idea de cómo era el húmedo Norte. Apenas avanzábamos cien metros en todo un día.
Al anochecer, mientras cenábamos tocino rancio, me dedicaba a acicalar mi armadura. No quería desprenderme de ella, no sabía qué podría encontrarme en esa selva, y no quería que mi escudo corporal se oxidara, así que untaba una parte del tocino de la cena sobre la coraza para que repeliese la humedad y el óxido no se cebara con ella.
El amanecer nos sorprendió infringiendo al grupo una baja. "El niño" había muerto, y parecía tener mejor aspecto que cuando estaba vivo. A lo largo del día, miré hacia detrás, y vi su cara cetrina relajada. En la distancia lo veía apoyado sobre aquel árbol donde su descanso eterno parecía hasta envidiable. En el registro que hicimos antes de reanudar la marcha, encontramos un crucifijo, un pañuelo de seda perteneciente a alguna mujer importante de su vida. Su madre; hermana o amante y una bolsa de cuero con tres céntimos de real. Lo despojamos de sus armas y dejamos que su cuerpo se fundiera con la naturaleza. Durante ese día y los tres siguientes, nadie pronunció una sola palabra. Fue "el Grillo" el primero en romper el mutismo. Cristobal de la Serna, murciano con el defecto de la tartamudez en el habla, Al presentarse, repetía la primera sílaba de su nombre, creando una onomatopeya parecida al sonido que emitían los grillos, de ahí su apodo. "cri, cri, cri".
-¡Co-co-co coño, el sol!. Dijo al romper una rama con su machete.
Por arte mágico, la selva había dejado paso a un enorme descampado, donde el sol nos dejó cegados por unos segundos, lo que pudimos ver cuando los ojos se acostumbraron a la luz nos volvió a dejar sin palabras.
"El niño", Miguel de Santander, arrastraba su cuerpo tras nosotros, las fiebres y el agotamiento se reflejaban en su rostro, había visto muertos con mejor aspecto que el que lucía el pobre muchacho. Todos nos preguntábamos cómo había sido posible que siendo del norte y acostumbrado a las húmedas tierras cántabras, su cuerpo no resistiera. También es cierto, que ninguno de los presentes habíamos subido de Toledo y no teníamos ni puta idea de cómo era el húmedo Norte. Apenas avanzábamos cien metros en todo un día.
Al anochecer, mientras cenábamos tocino rancio, me dedicaba a acicalar mi armadura. No quería desprenderme de ella, no sabía qué podría encontrarme en esa selva, y no quería que mi escudo corporal se oxidara, así que untaba una parte del tocino de la cena sobre la coraza para que repeliese la humedad y el óxido no se cebara con ella.
El amanecer nos sorprendió infringiendo al grupo una baja. "El niño" había muerto, y parecía tener mejor aspecto que cuando estaba vivo. A lo largo del día, miré hacia detrás, y vi su cara cetrina relajada. En la distancia lo veía apoyado sobre aquel árbol donde su descanso eterno parecía hasta envidiable. En el registro que hicimos antes de reanudar la marcha, encontramos un crucifijo, un pañuelo de seda perteneciente a alguna mujer importante de su vida. Su madre; hermana o amante y una bolsa de cuero con tres céntimos de real. Lo despojamos de sus armas y dejamos que su cuerpo se fundiera con la naturaleza. Durante ese día y los tres siguientes, nadie pronunció una sola palabra. Fue "el Grillo" el primero en romper el mutismo. Cristobal de la Serna, murciano con el defecto de la tartamudez en el habla, Al presentarse, repetía la primera sílaba de su nombre, creando una onomatopeya parecida al sonido que emitían los grillos, de ahí su apodo. "cri, cri, cri".
-¡Co-co-co coño, el sol!. Dijo al romper una rama con su machete.
Por arte mágico, la selva había dejado paso a un enorme descampado, donde el sol nos dejó cegados por unos segundos, lo que pudimos ver cuando los ojos se acostumbraron a la luz nos volvió a dejar sin palabras.
lunes, 9 de octubre de 2017
La larga Noche
Esta historia que os
voy a narrar, es cierta en su totalidad. No quitaré un punto ni
pondré una coma de más. Entiendo que es una frase muy manida en las
historias de terror, pero en esta ocasión es real.
Llegamos al pueblo de ..., no recuerdo el nombre, estaba situado en lo alto de una montaña, era invierno y lloviznaba. La casa que nos asignaron en el hotel que había a la entrada del pueblo, cuanto menos era tétrica. Techos bajos, oscura, de dos plantas, muebles fabricado varios siglos atrás…
Mi esposo, mi niña de 4 años y yo escogimos de las tres habitaciones, la más amplia, con cama de matrimonio y un pequeño ventanuco que daba a la estrecha calle. Tras cenar en el hotel, subimos por callejas siniestras hasta la casa. Nos acostamos los tres juntos en la cama de matrimonio y dormimos.
A media noche, la ventana se abre de golpe y una luz cegadora ilumina la habitación, dura un segundo, mi marido pregunta alterado:
-¿Qué ha sido eso?
- Nada cariño, duerme. Le digo un poco asustada.
Poco después, mi hija se sienta en la cama y comienza a hablar en dirección los pies de la cama.
-¿Quién eres?, ¿Cómo te llamas?.
Al parecer nadie le respondió, y en un tono autoritario Violeta exigió. -¡Oye, te he preguntado cómo te llamas!.
Jalé de ella hacia atrás y nos tapamos los tres hasta la cabeza con la sábana protectora.
La noche fue larga.
Llegamos al pueblo de ..., no recuerdo el nombre, estaba situado en lo alto de una montaña, era invierno y lloviznaba. La casa que nos asignaron en el hotel que había a la entrada del pueblo, cuanto menos era tétrica. Techos bajos, oscura, de dos plantas, muebles fabricado varios siglos atrás…
Mi esposo, mi niña de 4 años y yo escogimos de las tres habitaciones, la más amplia, con cama de matrimonio y un pequeño ventanuco que daba a la estrecha calle. Tras cenar en el hotel, subimos por callejas siniestras hasta la casa. Nos acostamos los tres juntos en la cama de matrimonio y dormimos.
A media noche, la ventana se abre de golpe y una luz cegadora ilumina la habitación, dura un segundo, mi marido pregunta alterado:
-¿Qué ha sido eso?
- Nada cariño, duerme. Le digo un poco asustada.
Poco después, mi hija se sienta en la cama y comienza a hablar en dirección los pies de la cama.
-¿Quién eres?, ¿Cómo te llamas?.
Al parecer nadie le respondió, y en un tono autoritario Violeta exigió. -¡Oye, te he preguntado cómo te llamas!.
Jalé de ella hacia atrás y nos tapamos los tres hasta la cabeza con la sábana protectora.
La noche fue larga.
sábado, 26 de agosto de 2017
A mi Cuñada Mª José
Amanece, los diablos se han concentrado en un aquelarre vespertino, poco a poco el sol va saliendo y esos bichejos inmundos se evaporan uno tras otro para dejar níveo el espacio que ocupaban.
Cual Brienne de Tarth, desde el interior y de manera silenciosa, la flor que emergerá se abre paso a golpes de espada para dejar aflorar a la dama que protege. Tulipán convertido en señora, que agasaja a todo el que tiene a su alrededor. Siempre pendiente que su familia y amigos se encuentren cómodos junto a ella.
Te queremos una "jartá" cuñá. Feliz cumpleaños te desea tu familia, Alejandra, Soledad y AMador.
Cual Brienne de Tarth, desde el interior y de manera silenciosa, la flor que emergerá se abre paso a golpes de espada para dejar aflorar a la dama que protege. Tulipán convertido en señora, que agasaja a todo el que tiene a su alrededor. Siempre pendiente que su familia y amigos se encuentren cómodos junto a ella.
Te queremos una "jartá" cuñá. Feliz cumpleaños te desea tu familia, Alejandra, Soledad y AMador.
viernes, 21 de julio de 2017
La grieta
La grieta en la pared es larga y fina, se ensancha un poco en el centro, quebrando su rectitud como si de un rayo perdido se tratase. Cada noche, cuando me meto en la cama y me arropo, es lo último que veo antes de apagar la luz. A veces, sueño que es la puerta hacia un mundo desconocido, otras veces, me imagino atravesando un valle de altas montañas, donde el único paso es esa pequeña grieta.
Ayer la sonrisa vertical de la pared había desaparecido, en su lugar habían puesto una argamasa plástica, expandida sobre la nívea pared, una mancha deforme, amarillenta y abrupta.
Anoche soñé que me sellaban los morros, quería gritar, decir al mundo todo lo que sabía, pero mi boca estaba sellada, taponada por una pellada cerosa que desfiguraba mis labios.
Ha pasado un mes, al fin puedo dormir, descubrí una nueva grieta en mi habitación, es cálida, húmeda y permite que una parte de mi penetre en su interior. No entiendo cómo he podido vivir tanto tiempo sin ella. Sueño noche y día con ella, y no veo que llegue nunca el momento de estar en sus entrañas. Vivo con el miedo de llegar a casa y que la hayan tapiado.
Ayer cumplí cinco años, me han regalado una tortuga, dicen que será mi amiga para siempre, quiero enseñarla a hablar y leer. La solté en mi habitación y se escondió en la grieta. Creo que será una buena compañera. Anoche soñé que hablábamos protegidos por la grieta.
Es curioso lo que me pasa, porque ando escribiendo este diario para discernir la vigilia del sueño. Pero ya no sé que es verdad o imaginación.
Apéndice:
-¿Y usted cree que puede oírnos?
-No lo sabemos a ciencia cierta, pero estamos seguro que su voz le reconfortará.
-¿Saldrá de esta doctor?
-No está ya en nuestra mano, dependerá de su fortaleza física y mental, la caída por la falla fue tremenda, tiene una grieta en el cráneo, no sabemos hasta qué punto le ha afectado al cerebro.
-Debe usted tener confianza y ser fuerte por los tres. Dijo el doctor a la vez que depositaba suavemente la mano en la barriga de la mujer embarazada.
Instintivamente la joven se tocó la barriga y le habló a su embrión. -No te preocupes, verás como papa sale de esta.
Ayer la sonrisa vertical de la pared había desaparecido, en su lugar habían puesto una argamasa plástica, expandida sobre la nívea pared, una mancha deforme, amarillenta y abrupta.
Anoche soñé que me sellaban los morros, quería gritar, decir al mundo todo lo que sabía, pero mi boca estaba sellada, taponada por una pellada cerosa que desfiguraba mis labios.
Ha pasado un mes, al fin puedo dormir, descubrí una nueva grieta en mi habitación, es cálida, húmeda y permite que una parte de mi penetre en su interior. No entiendo cómo he podido vivir tanto tiempo sin ella. Sueño noche y día con ella, y no veo que llegue nunca el momento de estar en sus entrañas. Vivo con el miedo de llegar a casa y que la hayan tapiado.
Ayer cumplí cinco años, me han regalado una tortuga, dicen que será mi amiga para siempre, quiero enseñarla a hablar y leer. La solté en mi habitación y se escondió en la grieta. Creo que será una buena compañera. Anoche soñé que hablábamos protegidos por la grieta.
Es curioso lo que me pasa, porque ando escribiendo este diario para discernir la vigilia del sueño. Pero ya no sé que es verdad o imaginación.
Apéndice:
-¿Y usted cree que puede oírnos?
-No lo sabemos a ciencia cierta, pero estamos seguro que su voz le reconfortará.
-¿Saldrá de esta doctor?
-No está ya en nuestra mano, dependerá de su fortaleza física y mental, la caída por la falla fue tremenda, tiene una grieta en el cráneo, no sabemos hasta qué punto le ha afectado al cerebro.
-Debe usted tener confianza y ser fuerte por los tres. Dijo el doctor a la vez que depositaba suavemente la mano en la barriga de la mujer embarazada.
Instintivamente la joven se tocó la barriga y le habló a su embrión. -No te preocupes, verás como papa sale de esta.
jueves, 20 de julio de 2017
Fotos del tiempo.
Cuando era niña, me fascinaban las historias que los adultos contaban de manera sesgada. Recuerdo cómo se miraban entre ellos y con pocas palabras hablaban de algún suceso acontecido, con la gravedad suficiente, para que nosotros los púberes estuviésemos al margen. Me sentaba en el suelo, en una posición cercana para oír y apartada para poder ver los gestos sin molestar. Haciendo que jugaba con mis muñecas, ponía toda la atención en esos movimientos faciales furtivos unidos a palabras sueltas, para luego en mi desbordante imaginación, tejer las historias que se habían filtrado.
La tía Matilde era mi comodín, considerada por todos como una mujer distraída pero en el más literal de los sentidos. Siempre quise poder navegar en su mente, me la imaginaba como un lugar anegado donde de vez en cuando aparecía un barco o una isla y entonces la tía Matilde conectaba con la civilización y el mundo que la rodeaba, mostrando una lucidez increíble, pero cuando tanta urbanidad la azoraban, embarcaba de nuevo en su nao y partía hacia el inmenso mar de su mente. Para mantenerla al día o preguntarle algún dato sobre los asuntos a encubrir, debían ser más explicitas. Entonces era cuando brotaba más información para aclararme las historias, que iba uniendo como un puzle.
De esta manera fue como me enteré que mi primo Adolfito era adoptado, y que el color tan oscuro de su piel se debía a que era negro, y no moreno de naturaleza.
Que a mi tía Antonia, la había abandonado el novio en el altar, y que eso había supuesto una vergüenza de tal calibre que se metió a monja y que aunque nos la pusieran como ejemplo de la llamada de Dios, lo único que hizo fue huir en vez de enfrentarse a sus padres y vecinos. A mí me molestaba mucho esa actitud servil que había adoptado, porque como niña, ahora mujer, no entendía porqué éramos diferentes las mujeres de los hombres. Y lo peor, auspiciado por las mismas féminas de las casas.
Hoy tengo cuarenta y cinco años, he recorrido medio mundo y tengo tantas historias o más en mi haber que las que pudieran tener acumuladas las mujeres de mi familia. ¡Hay si la tía Paquita o la tía Pepa viviesen!, ¡Cuanto podrían disfrutar cotilleando sobre mi!.
Dos matrimonios rotos a mis espaldas, un precioso niño de seis años que me acompaña en mis viajes y al que le oculto las historias más aberrantes de mi vida, cuatro libros publicados y miles de fotografías y artículos escritos para la revista que me paga.
La tía Matilde era mi comodín, considerada por todos como una mujer distraída pero en el más literal de los sentidos. Siempre quise poder navegar en su mente, me la imaginaba como un lugar anegado donde de vez en cuando aparecía un barco o una isla y entonces la tía Matilde conectaba con la civilización y el mundo que la rodeaba, mostrando una lucidez increíble, pero cuando tanta urbanidad la azoraban, embarcaba de nuevo en su nao y partía hacia el inmenso mar de su mente. Para mantenerla al día o preguntarle algún dato sobre los asuntos a encubrir, debían ser más explicitas. Entonces era cuando brotaba más información para aclararme las historias, que iba uniendo como un puzle.
De esta manera fue como me enteré que mi primo Adolfito era adoptado, y que el color tan oscuro de su piel se debía a que era negro, y no moreno de naturaleza.
Que a mi tía Antonia, la había abandonado el novio en el altar, y que eso había supuesto una vergüenza de tal calibre que se metió a monja y que aunque nos la pusieran como ejemplo de la llamada de Dios, lo único que hizo fue huir en vez de enfrentarse a sus padres y vecinos. A mí me molestaba mucho esa actitud servil que había adoptado, porque como niña, ahora mujer, no entendía porqué éramos diferentes las mujeres de los hombres. Y lo peor, auspiciado por las mismas féminas de las casas.
Hoy tengo cuarenta y cinco años, he recorrido medio mundo y tengo tantas historias o más en mi haber que las que pudieran tener acumuladas las mujeres de mi familia. ¡Hay si la tía Paquita o la tía Pepa viviesen!, ¡Cuanto podrían disfrutar cotilleando sobre mi!.
Dos matrimonios rotos a mis espaldas, un precioso niño de seis años que me acompaña en mis viajes y al que le oculto las historias más aberrantes de mi vida, cuatro libros publicados y miles de fotografías y artículos escritos para la revista que me paga.
martes, 16 de mayo de 2017
¿Metamorfósis?
La
barba, más blanca que negra poblaba la cetrina cara, dos semanas
tumbado en el sofá, sin asearse, sin apenas comer de manera decente,
bebiendo y ahogándose en su pena, le daban un aspecto deplorable.
Poco
a poco se fue distanciando de las personas que lo apreciaban, se dejó
atrapar por el vino y la soledad, un capullo que hacía que la
crisálida se aislara del mundo que lo rodeaba.
miércoles, 15 de marzo de 2017
El viaje de Saya
-¡Vamos
Saya!-voceó
su madre, aupada en el
último escalón y elevando el cuello con la intención de que su voz
recorriera menos espacio y llegara así de manera más fácil a su
hija.
-¡Ya
bajo mami!, una voz infantil
resonó por el hueco de la escalera. Diana sonrió y relajó su
cuerpo, esperando ver a su
niña.
De
dos en dos bajó la pequeña Saya los escalones.
Sus bailarinas blancas se deslizaban sin apenas hacer ruido
por las escalinatas de mármol. Los calcetines de hilo albugíneo
permanecían adheridos a la pierna,
cubriendo hasta las rodillas, aguantando estoicos los golpes de la
chiquilla sin escurrirse. El
traje floreado bailaba con el vaivén propio del descenso acelerado.
Su largo pelo negro hacía el mismo juego que el vestido,
creando una bucólica imagen en la mente de Diana, que miraba
orgullosa y feliz a su querida hija.
-¡Feliz
Cumpleaños!- gritaron todos
los invitados al unísono al ver aparecer a Saya. Norman, su padre,
cargaba con una enorme tarta alumbrada con once velas.
Al
anochecer, los últimos invitados dejaron la casa. Saya no cabía en
sí de gozo.
-¡Ha
sido mi mejor fiesta de cumpleaños!-le
decía a su madre una y otra vez, mientras ésta,
sentada a su vera en la cama,sonreía
a la par que acariciaba su inocente mano. El sueño venció al
entusiasmo y un beso materno en la frente selló el magnífico día.
-
¡Shhh!- siseó el
padre -No te muevas- le dijo
al oído mientras la abrazaba agazapado tras una esquina. Vigilando,
tras ellos, Diana. Que cargaba un hatillo con todas las pertenencias
que tuvieran algún tipo de valor.
Saya,
pegada al pecho de su padre,
nota el miedo que desprende
su progenitor. El corazón
latiendo acelerado casi la deja sorda.
El sudor caliente recién transpirado se mezcla con el olor a
tabaco impregnado en la ropa. Tanto
la aprieta, que casi llega
a asfixiarla.
Cerró
los ojos, intentando
recordar el día de su cumpleaños.
No había pasado ni una sola semana desde que lo celebraran
todos juntos con alegría. Lo único que sus
padres le habían permitido llevar consigo era un colgante de
media luna que su madre le regaló. Mientras Diana
se lo ponía al cuello, le contó que laabuela
se lo entregó a ella el día de su
undécimo cumpleaños y que así había ido pasando por todas
las generaciones. Hasta
llegar a Saya.
Cogió
con fuerzas el colgante y se hundió aún más en el pecho de su
padre. A lo lejos se oían gritos, disparos, llantos y súplicas,
muchas súplicas.
Apretaba
los ojos intentando que así el sonido también se disipase al igual
que la luz, pero pudo escuchar con claridad lo que aquellos hombres
decían.
-¡Vamos,
fuma!, gritaba una voz poderosa.
Una
mujer lloraba y pedía. Rogaba que lo dejasen en paz, que aquel
era buen hombre y siervo de Dios.
El
guerrillero al mando ignoró a la señora que le impetraba perdón
para el reo. Y volvió a hablar elevando el tono de manera
ostensible, para que no se enterase solo aquel rehén al que habían
obligado a encender el cigarrillo, sino la mayor cantidad de personas
posible
-Sabes
que fumar es una lenta forma de suicidio y Ala castiga ese pecado con
la muerte-. Tras terminar de
hablar, se pudo oír el sonido de algo rasgando el aire hasta
topar y tajar su objetivo, tras el corte, algo se desprendió y rodó
por el suelo. Después, en
el silencio que se instauró,pudo oírsecon claridad el ruido
que salía de la tráquea al
vaciarse los pulmones de aire para
anegarse de sangre. El desgarrador grito de la
mujer devolvió la vida a la plaza.
-¡Vamos!-
dijo su padre. Se pusieron en pie y cruzaron la explanada en
la que, instantes antes,
había dos hombres. Uno, con
el poder que le otorga la fuerza y la locura de pensar que sus actos
están protegidos y guiados por la mano divina.
Otro, que padece y sufre la locura ajena en forma de muerte.
Pasaron cerca de la cabeza que mantenía aún el cigarrillo en los
labios y que así se quedó durante semanas como aviso a navegantes.
Norman
cobija a su hija con el brazo tratando de que pase
inadvertida. Tras ellos,
cargando con las pocas cosas que habían decido llevar, su
mujer. Vestida entera con un burka
negro, oculta de esta manera
su bello rostro, su anillado pelo azabache,
sus ojos color miel,
sus carnosos labios. Saya sabe
que, bajo aquella horrible
vestimenta, se encuentra
su madre. Eso la tranquiliza.
-¡Alto!-
gritó una voz. Saya la
reconoció de inmediato:
era la del hombre que, diez
minutos antes, había estado
en aquella plaza.
Su
padre detuvo el paso. Tras él, su
madre. Norman no soltaba la mano de su hija.
Se quedaron inmóviles,
esperando una nueva orden.
-¡Ven!-
volvió a ordenar aquel individuo.
Norman
se giró con lentitud. Sin soltar
las manos de Saya, se
dirigió hasta el vehículo en el que esperaba aquel Yihadista.
Uno de sus pies sobresalía del jeep.
Entre las piernas portaba un rifle.
Sus barbas estaban sucias y no paraba de hurgarse los dientes
mientras se dirigía al Sirio.
-¿Porqué
no lleva ella el Burka? –
preguntó, haciendo
un gesto con la cabeza hacia Saya.
-Solo
es una niña, balbuceó Norman, aún no tiene los diez años, mintió.
Saya
no levantó la mirada del suelo, a sabiendas de que su padre mentía
para salvarla y el futuro de la familia dependía de las decisiones
que tomara aquel faccioso.
-Está
bien - se mostró
condescendiente el hombre con arma -
podéis continuar, pero en menos de dos horas tendremos el
toque de queda, ya sabes las consecuencias si te pillamos por la
calle.
Norman
no pronunció palabra alguna, se volvió y continuó la huida. Sabía
que en dos horas ya estarían lejos de aquella ciudad.
-¡Hola
Said! - saludó Norman a su
buen amigo, a la vez que se fundían en un abrazo. Said era un chico
de unos treinta años, había sido alumno de Norman en la
universidad, destacaba entre todos los estudiantes
por su sensibilidad y capacidad literaria y eso les llevó a entablar
una relación de algo más que alumno profesor. Said disponía de un
coche ruso de segunda mano capaz de sacarlos de aquella ciudad que
profesaba una metamorfosis a maldita.
La
salida de la ciudad se hizo sin altercado alguno, apenas había
vehículos por las calles y no tuvieron que padecer ningún control
de las milicias. Tras el saludo,
apenas habían hablado más que algunas indicaciones dada de manera
escueta, poco había ya que decir que no estuviese ya hablado y
meditado. Dos horas después, la ciudad de Alepo quedaba
lejos.
-Estamos
a unas cinco horas de la frontera con Turquía -
informó Said - les dejaré
todo lo cerca que me sea posible.
-¿No
la cruzarás con nosotros? -
quiso saber Norman.
-Mi
sitio está aquí, seguiré asistiendo a la universidad, ahora que
usted no está, alguien debe ejercer de profesor titular –
dijo, con una sonrisa que denotaba amargura, a pesar de que
trataba de reflejar todo lo contrario.
Se
despidieron con el mismo énfasis con el que se habían saludados
horas antes, la familia se unió a un grupo que andaba por el arcén
y comenzaron el peregrinaje a pie.
El
sol apretaba. A pesar del
calor, Saya miraba con los
ojos de la inocencia el mundo que la rodeaba, cientos de personas
deambulando como muertos vivientes hacia una vida mejor.
Un
bebé en brazos de sus
progenitores lloraba desesperado.
El hambre, el cansancio, el exilio, demasiada carga para
cuerpos tan pequeños. Saya le sonrió e hizo gestos con la mano. En
ese momento, el bebé dejó de llorar y su mirada se perdió en un
vacío eterno. La muerte era el destino de los más débiles, el
camino más corto hacia la paz.
Ya
llevaban cinco días andando por entre aquellas montañas y valles,
parecieran meses deambulando por las tierras áridas que separaban
Siria de Turquía.
Al
tercer día, Norman decidió alejarse del grupo que formaba el éxodo
y viajaba en línea recta hacia Turquía, dando
un rodeo e intentando evitar así los ejércitos fronterizos.
Sin nada que llevarse a la boca, sobrevivían
gracias a la generosidad de los pocos pastores nómadas que se iban
encontrando en el camino. Las noches son frías, los días calurosos.
El cansancio se acumula en las jóvenes piernas de Saya que,
débil y desnutrida,
comienza a sufrir fiebres.
Norman,
a sabiendas de lo duro que resulta
el viaje, intenta que sea
ameno y esperanzador, para
conseguirlo, les cuenta a su mujer e hija historias de
antepasados. De lo grandes y
poderosos que fueron sus
ejércitos. Decómo, en otra
época, el mundo giraba alrededor de Siria. Al
terminar de relatar las antiguas gestas , les asegura
que, cuando lleguen
a Europa, serán muy
bien acogidos, ya que el legado que han
aportado a la humanidad, les abrirá
todas las puertas.
Saya
apenas entendía lo que su padre le contaba, pero trataba de emitir
una sonrisa cada vez que este se giraba y la miraba, lo
hacía a pesar de tener los labios secos y resquebrajados por
la fiebre y el calor. La debilidad y el polvo se acumulaban de forma
abusiva en ella.
Al
octavo día llegaron a un enorme asentamiento cerca de la frontera
turca, en la provincia de Iblib. Esa noche comieron sopa caliente y
algo de pan.
El
cielo estaba lleno de estrellas. Si
Saya alargaba la mano, estaba segura de que podría coger alguna. A
lo lejos, alguien tocaba el saz cantando canciones de amor.
Tenía una voz dulce que ayudaba a conciliar el sueño.
Saya
notó como su padre se acercaba y le besaba la frente en la
oscuridad.
-¿Porqué
a nosotros papa? - preguntó
la niña con voz baja. No obtuvo respuesta, aunque sabía que su
padre aún estaba allí, ya que su silueta sobre ella recortaba el
cielo estrellado.
-¿No
hay nadie que pueda parar este terror? ¿Qué hemos hecho para que
nos tengamos que ir de nuestra casa? Saya hacía las preguntas sin
obtener contestación. Notó una gota en su mejilla y supo que su
padre solo tenía como respuesta una lágrima. Entonces calló y dejó
que los sueños la abrazaran.
El
nuevo amanecer se convirtió en la peor pesadilla de la familia. Saya
despertó sobresaltada con
los gritos de su padre, que a voces llamaba a Diana.
¿Qué
ocurría?, ¿Dónde estaba su madre?. No podía ser:
¡su madre había desaparecido!
Norman
cogió a Saya de la mano y comenzaron su búsqueda.
A
las afueras del campamento unos gritos alertaron a Norman.
No había duda, era la voz de Diana.
Corrió hacia donde surgían los lamentos. Tres soldados abusaban de
su bella mujer mientras esta trataba en vano de desasirse de aquellos
fornidos brazos. Cuando Norman llegó por
fin junto a ella, solo encontró a su esposa
desnuda, golpeada y llena de sangre. En la lejanía observó
impotente como aquellos violadores marchaban armados y quiso morir al
oír como reían tras su crimen.
Las
lágrimas se agolparon en los ojos de aquel hombre, que arrodillado
junto al cadáver de su compañera
trataba de no volverse loco. La sangre le corría con fuerza por sus
venas, la sien le martilleaba su cabeza en latidos sordos. El dolor
del alma se apoderó de todo su ser. Cogió a su pareja
en brazos, Saya se agarró a la mano de su madre yacente y comenzaron
a andar en la misma dirección por la que se habían ido los
asesinos.
Como
la pólvora corrió la noticia por el asentamiento, apenas tardaron
unos minutos en movilizarse y marchar todos en silencio junto al
afligido padre, la occisa y la inocente niña
Al
llegar a la frontera, aquellos hombres uniformados amenazaron con
disparar si intentaban entrar en territorio Turco.
Norman depositó a su mujer con mucha dulzura en el suelo, se
incorporó y se dirigió él
solo en dirección a la alambrada
que separaban los dos países.
Hizo
caso omiso de los guardias, que a cada paso que daba el Sirio, más
nervioso se mostraban, elevando la voz y las amenazas.
Al
llegar a la puerta que separaba el futuro del presente, rodeada de
vallas y alambres de pinchos,
Norman agarró con su mano el candado que la mantenía cerrada. Tiró
de él en un vano intento de que se abriese y escuchó las
detonaciones. El instinto le llevó a agacharse, oía silbar las
balas sobre su cabeza, pudo ver como el grupo que lo había
acompañado se dispersó en una alborotada huida.
El
mundo se detuvo para Norman cuando se dio cuenta de que Saya estaba
derrumbada sobre su madre y no se movía. En aquel momento la sangre
se heló en sus venas. Corrió hacia ellas, y aunque la distancia que
debía hacer no era muy grande, los pocos segundos que tardó en
cruzar aquel espacio se le hizo eterno. Hasta que no alcanzó a su
hija, sus movimientos transcurrieron a cámara súper lenta.
Al
girar a la niña para verle la cara, el tiempo cobró su ritmo
natural. Saya le sonrió. Sus manos descansaban sobre su estómago,
de entre sus dedos comenzó a brotar sangre de un color rojo
brillante imposible de retener.
Un
desgarrador grito surcó el aire y se perdió en el desierto, luego
silencio.
Norman
mecía a su hija, que hacía rato había dejado de sangrar, ella aún
mantenía sus ojos abiertos, que miraban hacia el inmenso cielo azul,
aunque ya nunca más podría contemplarlo.
Con
gran delicadeza, pasó la mano por su rostro y se los cerró para
siempre.
La
noche la pasó junto a los cadáveres, velando sus cuerpos. Al
amanecer las enterró en una fosa cavada con sus propias manos, antes
de cubrir los cuerpos con la arena del desierto, cogió el colgante
de su hija y se lo guardó en un bolsillo, quitó el velo que tapaba
el rostro y el pelo de su mujer y los dejó libre.
Comenzó
a andar, dirección a Alepo. Nunca abandonaría la tierra donde
descansaban su mujer y su hija.
sábado, 25 de febrero de 2017
Maniquí
No me pude creer lo
que veía, un maniquí casi nuevo tirado junto a un contenedor de
basura. No me lo pensé dos veces, cogí aquella maravilla y y lo
llevé conmigo.
En el autobús
viajábamos de pie, al final del autocar, junto a un grupo de señoras
que cargaban con sus bolsas del mercado llena de frutas, verduras,
embutidos,….cosas mundanas necesarias para vivir, y que
desgraciadamente yo tenía también que hacer a menudo, pero hoy yo
llevaba mi maniquí casi nuevo, aún desnudo, con esos ojos que
miraban al infinito, esos ojos que me miraron desde el contenedor
pidiendo auxilio, suplicando que lo rescatara y llevara a casa
conmigo. No me negué, desde que cruzamos miradas estamos
predestinados el uno para el otro, él ordena y yo ejecuto.
Cuando llegamos a
casa lo lave, vestí, compré una peluca rubia, y lo peiné, retoqué
con pintura algún que otro desconchón que lucía su cuerpo, y lo
senté en el butacón que presidía la casa frente a la gran ventana
que daba a la avenida.
Tres días estuvo
allí sentado, pensativo, agradecido por el trato que le había
dispensado, al cuarto día estaba yo en la cocina preparando algo de
cenar cuando oí como me llamaban. Al principio no reconocí su voz,
no sabía quien me llamaba por mi nombre, pero cuando me di cuenta
que era él quien requería mi presencia un escalofrío recorrió mi
espalda hasta la nuca. Esa sensación de mil hormigas subiendo a toda
velocidad por la columna hasta llegar al bulbo raquídeo… odio esa
sensación.
Lo dejé todo a
medio hacer y acudí al salón, el maniquí seguía mirando la
ventana. Es absurdo, ¿cómo puede hablarme un maniquí?, pensé. Me
giré para volver a mis quehaceres y de nuevo su voz. El timbre que
tenía era como si me hablase con una lata puesta en la boca. Al
dirigirse a mi, lo primero que hizo fue hacerme una pregunta, pero no
una al estilo de: -Hola Mario, ¿Cómo estás?, o ¿Que tal el día
hoy?, o ¿Te resulta extraño que te hable un maniquí?. Nada de eso,
su primera pregunta fue: -¿Por qué?.
-¿Por qué?, Esa
era la pregunta más absurda que me habían formulado y era obvio que
un maniquí fuese el responsable de esa pregunta. ¿A qué diantres
se refería con ese “por qué”?.
No volvió a hablar
en toda la noche, cené, vi una película y me acosté. El maniquí
permaneció, como no podía ser de otra manera, sentado en el
butacón, frente a la cristalera que daba a la avenida.
A las cuatro de la
mañana me desperté sobresaltado, notaba la mirada de alguien a los
pies de mi cama, estaba seguro que era el maniquí, encendí la luz
de la mesita de noche y allí no había nadie. ¿Habría sido todo un
sueño?, ¿Me estaría volviendo loco?. Ya no pude volver a conciliar
el sueño, a las seis sonó el despertador que esta vez no cumplió
su misión, ya que no había nadie a quien despertar, dejé que
sonase Radio KFM y me metí en la ducha.
Todo el tiempo tuve
esa incómoda sensación de no estar solo y ser continuamente
observado.
-No me encontraba
bien, mi cabeza hervía y no precisamente de fiebre. El no haber
descansado bien, la experiencia de que me hablaba un muñeco, las
obligaciones de estar en el trabajo y tener un jefe y unos compañeros
desagradables; todo eso me estaba haciendo perder el control. Me
estaba convirtiendo sin saberlo en un ser voluble, una máquina
obediente y a expensas de un regidor.
-¡Ya está bien
Mario!, la dulce voz de María me sacó de mi ensimismamiento.
Apoyada sobre mi mesa, dejaba ver un escote de piel canela muy
apetecible, su sonrisa albugínea iluminaba aquel rostro moreno sobre
el que caían unos rebeldes rizos negros.
-Me tienes que dar
ya esos informes- siguió hablando María .-ya no puedo demorar más
la entrega- continuó hablando poniendo una carita de cordero
degollado que debía usar mucho, ya que conocía el poder devastador
que ejercía sobre los hombres. Era una preciosa chica a la que pocos
se habrían resistido a sus encantos.
-Aquí los tienes,
le dije dándole unos cuantos folios escritos a doble espacio. Los
miró por encima y se giró a la vez que me guiñaba un ojo. Se
marchó contoneándo su precioso y redondo culo embutido en aquella
falda de tubo hasta las rodillas que la obligaban a andar a pasitos
cortos.
-¿Por qué?, y
¿por qué, no?. Una nube ocultó todo en mi mente y una sonrisa
maléfica acudió a mi. El resto del día todos me ignoraron, esa
sonrisa en mi cara al parecer no le gustaba a nadie salvo a mí.
jueves, 23 de febrero de 2017
El tiempo escondido
Juan Manuel, Juanma para los amigos y vecinos del pueblo, no era un hombre avezado en inteligencia, es más, casi no era hombre. Su vida había transcurrido anodina en la vieja casa que sus padres tenían a las afueras del pueblo.
Bajando la cuesta se llegaba a su vivienda; de piedra maciza y tejado de toscas tejas cubiertas de rastrojos, era también ese, el final del camino. Subiendo por la empinada vía de tierra, se accedía al resto del pueblo, que se alojaba en su totalidad a este lado de la ladera. El único acceso que se tenía al mismo, estaba por la otra cara. Esta particularidad de estar situado en el lado opuesto de la montaña, hacia que nadie se diera cuenta del mismo hasta que prácticamente ya estaba en su interior.
Juanma era muy querido por todos, nadie jamás le afeó su condición, y él no se sentía ni diferente ni extraño entre sus vecinos. En la casa más cercana vivía doña Tula, la más anciana del lugar, cuentan que tenía ciento cincuenta años. Aunque Juanma lo desconocía, ya que nunca había visto a la señora Tula soplar unas velas. A decir verdad, nunca había visto a nadie soplar velas ni sabía lo que era un cumpleaños ni una fiesta para celebrar el día del nacimiento de uno. En el pueblo, se regían por costumbres, casi todas adoptadas de los animales y jamás habían visto a un toro, ni una cabra, ni una gallina, ratón, perro o pez, celebrar el día de su nacimiento.
Juanma medía algo más de un metro, de escaso pelo, su bizquera era tan pronunciada que apenas podía nadie fijarse en que carecía de dientes, su nariz parecía que se la habían arrojado desde lejos, quedando pegado en la cara un pegote deforme entre los estrábicos ojos condenados a mirarla. Sus robustos brazos llenos de un pelo negro que escaecía en su cabeza, colgaban inertes junto al fornido cuerpo, y se remataban en unos dedos gruesos y peludos.
Por encima de la casa de doña Tula, vivían don José y doña Angustias, matrimonio sin hijos y residentes en el pueblo desde su nacimiento. Frente a ellos, en la casa más alta, don Frasquito, el más listo de todos los habitantes, se había apoderado de la casa del párroco, que los había dejado hacía tanto que ya nadie se acordaba de él, a excepción de Juan. Este vecino nunca quiso que se le pusiera el don delante, decía que su único don era ver el futuro. De vez en cuando, cuando se cruzaba con don Frasquito, y le decía:
-¡Ya verás, ya verás!, En cuanto el párroco se canse de estar con Dios, baja y te quita la casa. Te lo digo porque lo vi en sueños... Y se iba como si nada hubiera pasado.
Cuando el párroco murió, vino un automóvil y se llevó el cuerpo, los vecinos preguntaron a donde iban, y el conductor dijo:
- Me lo llevo a la ciudad, el párroco se va con Dios.
Y ya nunca más se les volvió a ver, ni a él ni al conductor del coche.
La primera casa habitada estaba ocupada por doña Mencía, hacía un pan exquisito, y a Juanma le encantaba atravesar todo el pueblo hasta su casa para ayudarla a amasar el pan y hornearlo. Siempre se llevaba a casa una hogaza.
¡Cumbrescondida!, el pueblo de nueve habitantes que cambió los designios del mundo, y que ha quedado olvidado en la historia.
Bajando la cuesta se llegaba a su vivienda; de piedra maciza y tejado de toscas tejas cubiertas de rastrojos, era también ese, el final del camino. Subiendo por la empinada vía de tierra, se accedía al resto del pueblo, que se alojaba en su totalidad a este lado de la ladera. El único acceso que se tenía al mismo, estaba por la otra cara. Esta particularidad de estar situado en el lado opuesto de la montaña, hacia que nadie se diera cuenta del mismo hasta que prácticamente ya estaba en su interior.
Juanma era muy querido por todos, nadie jamás le afeó su condición, y él no se sentía ni diferente ni extraño entre sus vecinos. En la casa más cercana vivía doña Tula, la más anciana del lugar, cuentan que tenía ciento cincuenta años. Aunque Juanma lo desconocía, ya que nunca había visto a la señora Tula soplar unas velas. A decir verdad, nunca había visto a nadie soplar velas ni sabía lo que era un cumpleaños ni una fiesta para celebrar el día del nacimiento de uno. En el pueblo, se regían por costumbres, casi todas adoptadas de los animales y jamás habían visto a un toro, ni una cabra, ni una gallina, ratón, perro o pez, celebrar el día de su nacimiento.
Juanma medía algo más de un metro, de escaso pelo, su bizquera era tan pronunciada que apenas podía nadie fijarse en que carecía de dientes, su nariz parecía que se la habían arrojado desde lejos, quedando pegado en la cara un pegote deforme entre los estrábicos ojos condenados a mirarla. Sus robustos brazos llenos de un pelo negro que escaecía en su cabeza, colgaban inertes junto al fornido cuerpo, y se remataban en unos dedos gruesos y peludos.
Por encima de la casa de doña Tula, vivían don José y doña Angustias, matrimonio sin hijos y residentes en el pueblo desde su nacimiento. Frente a ellos, en la casa más alta, don Frasquito, el más listo de todos los habitantes, se había apoderado de la casa del párroco, que los había dejado hacía tanto que ya nadie se acordaba de él, a excepción de Juan. Este vecino nunca quiso que se le pusiera el don delante, decía que su único don era ver el futuro. De vez en cuando, cuando se cruzaba con don Frasquito, y le decía:
-¡Ya verás, ya verás!, En cuanto el párroco se canse de estar con Dios, baja y te quita la casa. Te lo digo porque lo vi en sueños... Y se iba como si nada hubiera pasado.
Cuando el párroco murió, vino un automóvil y se llevó el cuerpo, los vecinos preguntaron a donde iban, y el conductor dijo:
- Me lo llevo a la ciudad, el párroco se va con Dios.
Y ya nunca más se les volvió a ver, ni a él ni al conductor del coche.
La primera casa habitada estaba ocupada por doña Mencía, hacía un pan exquisito, y a Juanma le encantaba atravesar todo el pueblo hasta su casa para ayudarla a amasar el pan y hornearlo. Siempre se llevaba a casa una hogaza.
¡Cumbrescondida!, el pueblo de nueve habitantes que cambió los designios del mundo, y que ha quedado olvidado en la historia.
viernes, 17 de febrero de 2017
Miedo
Me he quedado seco,
no hace mucho, las ideas fluían en mi cabeza y conformaban mundos
paralelos donde era tan feliz como lo pueda ser en este terrenal.
De un tiempo a esta
parte, mi mundo imaginario está congelado. Apenas logro esbozar un
inicio, una página de mi “imagilandia” o tierra de la
imaginación. Y al cabo de unos segundos desaparece, se seca como la
gota de agua sobre la sartén caliente. Se evaporan esos sueños para
topar de bruces con un realidad de la cual nada quiero saber.
Mi realidad es como
la de todos, anodina si no tienes algo a lo que agarrarte. Las mentes
menos pre-claras, se adhieren a equipos de fútbol o partidos
políticos, anexionados como si la vida le fuese en ello para acabar
con su rival. Tienen almas de soldados rasos, masas ingentes
espoleadas por un motivo en común, una bandera que pueda
representar cualquier cosa, todo lo que ella defienda les parecerá
bien.
Otras mentes más
avanzadas intentan disfrutar moviendo los hilos y se regocijan de su
capacidad de moldear los pensamientos ajenos. Son los peligrosos de
verdad.
Unos pocos, nos
conformamos con crear mundos imaginarios, algunos lo plasman en
lienzos, otros en robot o maquinarias increíbles, otros pocos
vomitamos letras en papel o pantallas de ordenador que brillan como
luciérnagas en la noche.
Trato de leer, pero
un libro me atiborra de nuevos inicios, corro hacia el papel en
blanco que parpadea en la pantalla esperando ver algo impreso, y
antes de llegar al ordenador, toda idea se pierde.
Mi cuerpo físico
está cansado, el psicológico, que siempre se ha valido de ello para
explorar y aventurar nuevas historia, está sentado junto al cuerpo
natural en el sofá, viendo sin ver, comiendo sin comer, saturando
todo con borbotones de anodina existencia.
Las dos de la
mañana, deambulo por la casa como alma errante, tengo ganas de
escribir, estoy creativo, me siento bien. Me acuesto y duermo feliz,
mañana he de madrugar. Soy un cobarde por no atreverme a esforzarme
por lo que quiero, sufro, lo paso mal, siento que mi mundo feliz se
apaga.
Un nuevo día, ya
avanza el año, miro hacia la pantalla del ordenador y el folio está
en blanco, mañana es el día de los enamorados, unos años atrás,
por estas fechas ya tenía escrito más de dos docena de relatos. El
pozo sigue seco.
miércoles, 15 de febrero de 2017
“Laboradicto”
Encerrado
en una habitación acolchada, atado e inmóvil sobre la cama, no
dejaba de pensar en aquellas tardes en el lago junto a su familia;
paseando y dando de comer a los cisnes de la mano de sus pequeñas.
Escuchó
pasos, se puso en guardia y detuvo la mente en aquella imagen
idílica. No quiso romper lo único que le daba felicidad para
regresar a la dura realidad.
-Bloqueo
mental con tendencia parricida,-sentenció el psiquiatra mirando al
juez y al alguacil de la prisión- causado por exceso de trabajo y
nada de ocio
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