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miércoles, 15 de marzo de 2017

El viaje de Saya

-¡Vamos Saya!-voceó su madre, aupada en el último escalón y elevando el cuello con la intención de que su voz recorriera menos espacio y llegara así de manera más fácil a su hija.
-¡Ya bajo mami!, una voz infantil resonó por el hueco de la escalera. Diana sonrió y relajó su cuerpo, esperando ver a su niña.
De dos en dos bajó la pequeña Saya los escalones. Sus bailarinas blancas se deslizaban sin apenas hacer ruido por las escalinatas de mármol. Los calcetines de hilo albugíneo permanecían adheridos a la pierna, cubriendo hasta las rodillas, aguantando estoicos los golpes de la chiquilla sin escurrirse. El traje floreado bailaba con el vaivén propio del descenso acelerado. Su largo pelo negro hacía el mismo juego que el vestido, creando una bucólica imagen en la mente de Diana, que miraba orgullosa y feliz a su querida hija.
-¡Feliz Cumpleaños!- gritaron todos los invitados al unísono al ver aparecer a Saya. Norman, su padre, cargaba con una enorme tarta alumbrada con once velas.
Al anochecer, los últimos invitados dejaron la casa. Saya no cabía en sí de gozo.
-¡Ha sido mi mejor fiesta de cumpleaños!-le decía a su madre una y otra vez, mientras ésta, sentada a su vera en la cama,sonreía a la par que acariciaba su inocente mano. El sueño venció al entusiasmo y un beso materno en la frente selló el magnífico día.
- ¡Shhh!- siseó el padre -No te muevas- le dijo al oído mientras la abrazaba agazapado tras una esquina. Vigilando, tras ellos, Diana. Que cargaba un hatillo con todas las pertenencias que tuvieran algún tipo de valor.
Saya, pegada al pecho de su padre, nota el miedo que desprende su progenitor. El corazón latiendo acelerado casi la deja sorda. El sudor caliente recién transpirado se mezcla con el olor a tabaco impregnado en la ropa. Tanto la aprieta, que casi llega a asfixiarla.
Cerró los ojos, intentando recordar el día de su cumpleaños. No había pasado ni una sola semana desde que lo celebraran todos juntos con alegría. Lo único que sus padres le habían permitido llevar consigo era un colgante de media luna que su madre le regaló. Mientras Diana se lo ponía al cuello, le contó que laabuela se lo entregó a ella el día de su undécimo cumpleaños y que así había ido pasando por todas las generaciones. Hasta llegar a Saya.
Cogió con fuerzas el colgante y se hundió aún más en el pecho de su padre. A lo lejos se oían gritos, disparos, llantos y súplicas, muchas súplicas.
Apretaba los ojos intentando que así el sonido también se disipase al igual que la luz, pero pudo escuchar con claridad lo que aquellos hombres decían.
-¡Vamos, fuma!, gritaba una voz poderosa.
Una mujer lloraba y pedía. Rogaba que lo dejasen en paz, que aquel era buen hombre y siervo de Dios.
El guerrillero al mando ignoró a la señora que le impetraba perdón para el reo. Y volvió a hablar elevando el tono de manera ostensible, para que no se enterase solo aquel rehén al que habían obligado a encender el cigarrillo, sino la mayor cantidad de personas posible
-Sabes que fumar es una lenta forma de suicidio y Ala castiga ese pecado con la muerte-. Tras terminar de hablar, se pudo oír el sonido de algo rasgando el aire hasta topar y tajar su objetivo, tras el corte, algo se desprendió y rodó por el suelo. Después, en el silencio que se instauró,pudo oírsecon claridad el ruido que salía de la tráquea al vaciarse los pulmones de aire para anegarse de sangre. El desgarrador grito de la mujer devolvió la vida a la plaza.
-¡Vamos!- dijo su padre. Se pusieron en pie y cruzaron la explanada en la que, instantes antes, había dos hombres. Uno, con el poder que le otorga la fuerza y la locura de pensar que sus actos están protegidos y guiados por la mano divina. Otro, que padece y sufre la locura ajena en forma de muerte. Pasaron cerca de la cabeza que mantenía aún el cigarrillo en los labios y que así se quedó durante semanas como aviso a navegantes.
Norman cobija a su hija con el brazo tratando de que pase inadvertida. Tras ellos, cargando con las pocas cosas que habían decido llevar, su mujer. Vestida entera con un burka negro, oculta de esta manera su bello rostro, su anillado pelo azabache, sus ojos color miel, sus carnosos labios. Saya sabe que, bajo aquella horrible vestimenta, se encuentra su madre. Eso la tranquiliza.
-¡Alto!- gritó una voz. Saya la reconoció de inmediato: era la del hombre que, diez minutos antes, había estado en aquella plaza.
Su padre detuvo el paso. Tras él, su madre. Norman no soltaba la mano de su hija. Se quedaron inmóviles, esperando una nueva orden.
-¡Ven!- volvió a ordenar aquel individuo.
Norman se giró con lentitud. Sin soltar las manos de Saya, se dirigió hasta el vehículo en el que esperaba aquel Yihadista. Uno de sus pies sobresalía del jeep. Entre las piernas portaba un rifle. Sus barbas estaban sucias y no paraba de hurgarse los dientes mientras se dirigía al Sirio.
-¿Porqué no lleva ella el Burka? – preguntó, haciendo un gesto con la cabeza hacia Saya.
-Solo es una niña, balbuceó Norman, aún no tiene los diez años, mintió.
Saya no levantó la mirada del suelo, a sabiendas de que su padre mentía para salvarla y el futuro de la familia dependía de las decisiones que tomara aquel faccioso.
-Está bien - se mostró condescendiente el hombre con arma - podéis continuar, pero en menos de dos horas tendremos el toque de queda, ya sabes las consecuencias si te pillamos por la calle.
Norman no pronunció palabra alguna, se volvió y continuó la huida. Sabía que en dos horas ya estarían lejos de aquella ciudad.
-¡Hola Said! - saludó Norman a su buen amigo, a la vez que se fundían en un abrazo. Said era un chico de unos treinta años, había sido alumno de Norman en la universidad, destacaba entre todos los estudiantes por su sensibilidad y capacidad literaria y eso les llevó a entablar una relación de algo más que alumno profesor. Said disponía de un coche ruso de segunda mano capaz de sacarlos de aquella ciudad que profesaba una metamorfosis a maldita.
La salida de la ciudad se hizo sin altercado alguno, apenas había vehículos por las calles y no tuvieron que padecer ningún control de las milicias. Tras el saludo, apenas habían hablado más que algunas indicaciones dada de manera escueta, poco había ya que decir que no estuviese ya hablado y meditado. Dos horas después, la ciudad de Alepo quedaba lejos.
-Estamos a unas cinco horas de la frontera con Turquía - informó Said - les dejaré todo lo cerca que me sea posible.
-¿No la cruzarás con nosotros? - quiso saber Norman.
-Mi sitio está aquí, seguiré asistiendo a la universidad, ahora que usted no está, alguien debe ejercer de profesor titular – dijo, con una sonrisa que denotaba amargura, a pesar de que trataba de reflejar todo lo contrario.
Se despidieron con el mismo énfasis con el que se habían saludados horas antes, la familia se unió a un grupo que andaba por el arcén y comenzaron el peregrinaje a pie.
El sol apretaba. A pesar del calor, Saya miraba con los ojos de la inocencia el mundo que la rodeaba, cientos de personas deambulando como muertos vivientes hacia una vida mejor.
Un bebé en brazos de sus progenitores lloraba desesperado. El hambre, el cansancio, el exilio, demasiada carga para cuerpos tan pequeños. Saya le sonrió e hizo gestos con la mano. En ese momento, el bebé dejó de llorar y su mirada se perdió en un vacío eterno. La muerte era el destino de los más débiles, el camino más corto hacia la paz.
Ya llevaban cinco días andando por entre aquellas montañas y valles, parecieran meses deambulando por las tierras áridas que separaban Siria de Turquía.
Al tercer día, Norman decidió alejarse del grupo que formaba el éxodo y viajaba en línea recta hacia Turquía, dando un rodeo e intentando evitar así los ejércitos fronterizos. Sin nada que llevarse a la boca, sobrevivían gracias a la generosidad de los pocos pastores nómadas que se iban encontrando en el camino. Las noches son frías, los días calurosos. El cansancio se acumula en las jóvenes piernas de Saya que, débil y desnutrida, comienza a sufrir fiebres.
Norman, a sabiendas de lo duro que resulta el viaje, intenta que sea ameno y esperanzador, para conseguirlo, les cuenta a su mujer e hija historias de antepasados. De lo grandes y poderosos que fueron sus ejércitos. Decómo, en otra época, el mundo giraba alrededor de Siria. Al terminar de relatar las antiguas gestas , les asegura que, cuando lleguen a Europa, serán muy bien acogidos, ya que el legado que han aportado a la humanidad, les abrirá todas las puertas.
Saya apenas entendía lo que su padre le contaba, pero trataba de emitir una sonrisa cada vez que este se giraba y la miraba, lo hacía a pesar de tener los labios secos y resquebrajados por la fiebre y el calor. La debilidad y el polvo se acumulaban de forma abusiva en ella.
Al octavo día llegaron a un enorme asentamiento cerca de la frontera turca, en la provincia de Iblib. Esa noche comieron sopa caliente y algo de pan.
El cielo estaba lleno de estrellas. Si Saya alargaba la mano, estaba segura de que podría coger alguna. A lo lejos, alguien tocaba el saz cantando canciones de amor. Tenía una voz dulce que ayudaba a conciliar el sueño.
Saya notó como su padre se acercaba y le besaba la frente en la oscuridad.
-¿Porqué a nosotros papa? - preguntó la niña con voz baja. No obtuvo respuesta, aunque sabía que su padre aún estaba allí, ya que su silueta sobre ella recortaba el cielo estrellado.
-¿No hay nadie que pueda parar este terror? ¿Qué hemos hecho para que nos tengamos que ir de nuestra casa? Saya hacía las preguntas sin obtener contestación. Notó una gota en su mejilla y supo que su padre solo tenía como respuesta una lágrima. Entonces calló y dejó que los sueños la abrazaran.
El nuevo amanecer se convirtió en la peor pesadilla de la familia. Saya despertó sobresaltada con los gritos de su padre, que a voces llamaba a Diana.
¿Qué ocurría?, ¿Dónde estaba su madre?. No podía ser: ¡su madre había desaparecido!
Norman cogió a Saya de la mano y comenzaron su búsqueda.
A las afueras del campamento unos gritos alertaron a Norman. No había duda, era la voz de Diana. Corrió hacia donde surgían los lamentos. Tres soldados abusaban de su bella mujer mientras esta trataba en vano de desasirse de aquellos fornidos brazos. Cuando Norman llegó por fin junto a ella, solo encontró a su esposa desnuda, golpeada y llena de sangre. En la lejanía observó impotente como aquellos violadores marchaban armados y quiso morir al oír como reían tras su crimen.
Las lágrimas se agolparon en los ojos de aquel hombre, que arrodillado junto al cadáver de su compañera trataba de no volverse loco. La sangre le corría con fuerza por sus venas, la sien le martilleaba su cabeza en latidos sordos. El dolor del alma se apoderó de todo su ser. Cogió a su pareja en brazos, Saya se agarró a la mano de su madre yacente y comenzaron a andar en la misma dirección por la que se habían ido los asesinos.
Como la pólvora corrió la noticia por el asentamiento, apenas tardaron unos minutos en movilizarse y marchar todos en silencio junto al afligido padre, la occisa y la inocente niña
Al llegar a la frontera, aquellos hombres uniformados amenazaron con disparar si intentaban entrar en territorio Turco. Norman depositó a su mujer con mucha dulzura en el suelo, se incorporó y se dirigió él solo en dirección a la alambrada que separaban los dos países.
Hizo caso omiso de los guardias, que a cada paso que daba el Sirio, más nervioso se mostraban, elevando la voz y las amenazas.
Al llegar a la puerta que separaba el futuro del presente, rodeada de vallas y alambres de pinchos, Norman agarró con su mano el candado que la mantenía cerrada. Tiró de él en un vano intento de que se abriese y escuchó las detonaciones. El instinto le llevó a agacharse, oía silbar las balas sobre su cabeza, pudo ver como el grupo que lo había acompañado se dispersó en una alborotada huida.
El mundo se detuvo para Norman cuando se dio cuenta de que Saya estaba derrumbada sobre su madre y no se movía. En aquel momento la sangre se heló en sus venas. Corrió hacia ellas, y aunque la distancia que debía hacer no era muy grande, los pocos segundos que tardó en cruzar aquel espacio se le hizo eterno. Hasta que no alcanzó a su hija, sus movimientos transcurrieron a cámara súper lenta.
Al girar a la niña para verle la cara, el tiempo cobró su ritmo natural. Saya le sonrió. Sus manos descansaban sobre su estómago, de entre sus dedos comenzó a brotar sangre de un color rojo brillante imposible de retener.
Un desgarrador grito surcó el aire y se perdió en el desierto, luego silencio.
Norman mecía a su hija, que hacía rato había dejado de sangrar, ella aún mantenía sus ojos abiertos, que miraban hacia el inmenso cielo azul, aunque ya nunca más podría contemplarlo.
Con gran delicadeza, pasó la mano por su rostro y se los cerró para siempre.
-¡Que tengas un buen viaje, Saya!- despidió de su hija.
La noche la pasó junto a los cadáveres, velando sus cuerpos. Al amanecer las enterró en una fosa cavada con sus propias manos, antes de cubrir los cuerpos con la arena del desierto, cogió el colgante de su hija y se lo guardó en un bolsillo, quitó el velo que tapaba el rostro y el pelo de su mujer y los dejó libre.

Comenzó a andar, dirección a Alepo. Nunca abandonaría la tierra donde descansaban su mujer y su hija.