Sentado en el banco del parque, contemplaba el universo. Si dejaba de respirar un segundo, notaba el crujir del césped al crecer. Inhalaba el aire puro y me sentía pleno, feliz. A lo lejos, una señora se acercaba con paso cansino. En la distancia, y por sus vestimentas, calculaba que superaba los cincuenta con creces. Al ir acortando el espacio, su edad menguaba. Sonó su teléfono y se detuvo frente a mí. En su aproximación, había rejuvenecido veinte años, pero el halo de tristeza y pesadumbre que emanaba, la hacía parecer mucho mayor. Miró su teléfono, estuvo leyendo un buen rato. Su rostro no reflejaba ningún sentimiento. Fría, seca, triste, marchita. Elevó su mano y me pareció con su gesto secar una lágrima. No podría asegurarlo. Guardó su teléfono y continuó la marcha, impregnando el ambiente de una melancolía sin igual.
Elevé mis brazos, plegué mi paisaje y me marché a otra parte.
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