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miércoles, 1 de junio de 2016

Los Gonzalez

Mi abuelo se llamaba Iñigo Zurragamendi, cuando se trasladó al sur con toda su familia, pasó a llamarse "el vasco", mucho más cómodo de hilvanar en las bocas sureñas que cualquier apellido de las vascongadas. Pero a mi abuelo se le conocería después por muchos otros apodos.
Abu, así es como yo le llamaba, todos los demás nietos y nietas le llamaban Señor, yo al ser la primogénita, desfloré su endurecido corazón, que andaba limpio de afecto y obtuve el cariño de aquel hombre impertérrito. Como os iba diciendo, Abu era un tipo muy vikingo, no solo en su fornido aspecto físico, también en su forma de pensar y actuar. Por ello, a su muerte, quiso que le quemaran en un barco y lanzaran su cuerpo al mar. Algo que se negó en rotundo mi abuela, que cedió en parte y solo permitió que se quemara el cuerpo tras un padrenuestro silencioso.
Así, dispuso que en el jardín de la casa se hiciera una cama de leña, en la cual reposó el cadáver que estuvo ardiendo dos días. Una lluvia primaveral hizo que mi abuelo terminara por extinguirse.
 Esa misma tarde, hice un alcorque con los restos de la ceniza y planté en él un fresno. Tiempo después, descubrí que el árbol fue intensamente regado por las lágrimas de mi abuela, que cada amanecer se acercaba a hablar al fresno como si de su marido se tratase; y acababa de rodillas, arrancando los pequeños brotes de hierba que intentaban nacer en los dominios de la tumba; derramando lágrimas como una fuente.
 Escribo estas líneas cobijada por las ramas del árbol que hace años planté, aún siento como mi abuelo mira por encima de mi hombro a ver que ando tramando y escribiendo.

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