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jueves, 23 de febrero de 2017

El tiempo escondido

Juan Manuel, Juanma para los amigos y vecinos del pueblo, no era un hombre avezado en inteligencia, es más, casi no era hombre. Su vida había transcurrido anodina en la vieja casa que sus padres tenían a las afueras del pueblo.
 Bajando la cuesta se llegaba a su vivienda; de piedra maciza y tejado de toscas tejas cubiertas de rastrojos, era también ese, el final del camino. Subiendo por la empinada vía de tierra, se accedía al resto del pueblo, que se alojaba en su totalidad a este lado de la ladera. El único acceso que se tenía al mismo, estaba por la otra cara. Esta particularidad de estar situado en el lado opuesto de la montaña, hacia que nadie se diera cuenta del mismo hasta que prácticamente ya estaba en su interior.
 Juanma era muy querido por todos, nadie jamás le afeó su condición, y él no se sentía ni diferente ni extraño entre sus vecinos. En la casa más cercana vivía doña Tula, la más anciana del lugar, cuentan que tenía ciento cincuenta años. Aunque Juanma lo desconocía, ya que nunca había visto a la señora Tula soplar unas velas. A decir verdad, nunca había visto a nadie soplar velas ni sabía lo que era un cumpleaños ni una fiesta para celebrar el día del nacimiento de uno. En el pueblo, se regían por costumbres, casi todas adoptadas de los animales y jamás habían visto a un toro, ni una cabra, ni una gallina, ratón, perro o pez, celebrar el día de su nacimiento.
 Juanma medía algo más de un metro, de escaso pelo, su bizquera era tan pronunciada que apenas podía nadie fijarse en que carecía de dientes, su nariz parecía que se la habían arrojado desde lejos, quedando pegado en la cara un pegote deforme entre los estrábicos ojos condenados a mirarla. Sus robustos brazos llenos de un pelo negro que escaecía en su cabeza, colgaban inertes junto al fornido cuerpo, y se remataban en unos dedos gruesos y peludos.
 Por encima de la casa de doña Tula, vivían don José y doña Angustias, matrimonio sin hijos y residentes en el pueblo desde su nacimiento. Frente a ellos, en la casa más alta, don Frasquito, el más listo de todos los habitantes, se había apoderado de la casa del párroco, que los había dejado hacía tanto que ya nadie se acordaba de él, a excepción de Juan. Este vecino nunca quiso que se le pusiera el don delante, decía que su único don era ver el futuro. De vez en cuando, cuando se cruzaba con don Frasquito, y le decía:
-¡Ya verás, ya verás!, En cuanto el párroco se canse de estar con Dios, baja y te quita la casa. Te lo digo porque lo vi en sueños... Y se iba como si nada hubiera pasado.
 Cuando el párroco murió, vino un automóvil y se llevó el cuerpo, los vecinos preguntaron a donde iban, y el conductor dijo:
- Me lo llevo a la ciudad, el párroco se va con Dios.
 Y ya nunca más se les volvió a ver, ni a él ni al conductor del coche.
 La primera casa habitada estaba ocupada por doña Mencía, hacía un pan exquisito, y a Juanma le encantaba atravesar todo el pueblo hasta su casa para ayudarla a amasar el pan y hornearlo. Siempre se llevaba a casa una hogaza.
¡Cumbrescondida!, el pueblo de nueve habitantes que cambió los designios del mundo, y que ha quedado olvidado en la historia.

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