Sus enormes ojos negros contenían un mar de lágrimas, aguantaba el tipo como curtido marino que fue para no derramar por el lagrimal todo el agua salada que su iris había alguna vez reflejado.
Con un nudo en la garganta que apenas dejaba pasar un hilo de aire, el justo para poder seguir sobreviviendo agarró las secas manos de ella, acercó sus labios a la frente de su compañera y depositó un cálido y húmedo beso frente.
Juntos, de la mano, atravesaron aquella puerta acristalada, notaron en sus rostros el aire fresco de la mañana y sin decir palabra, se marcharon sin separar el lazo de dedos. Atravesaron imposibles jardines hasta llegar a su sitio, aquella loma perdida desde la que se divisaba el mar.
Con esfuerzo se quitó el abrigo, lo depositó sobre la verde hierba aún húmeda por el rocío. Ese fue el único momento que perdió el contacto con su mujer. Una vez bien extendida la prenda, cogió a su chica por los hombros y la llevo con delicadeza hasta sentarla sobre el paño. Ella sonrió al notar el calor de su hombre aún sobre el abrigo y sentirlo recorrer en su cuerpo. Sus dientes otrora blancos ahora eran escasos y amarillentos; su tersa piel se había doblado en cientos de pliegues; sus verdes ojos estaban apagados como se apagan los bosques caducifolios en invierno. Indiscutiblemente, aquella mujer no era la chica de dieciocho años que le había enamorado, era la mujer que siempre había estado ahí para hacer de él quien era.
El sol se reflejaba sobre las lejanas olas. Algunas gaviotas perezosas buscaban su desayuno tratando de robarlos a las compañeras más avezadas y aventureras que habían cazado mar adentro. Graznidos y peleas las llevaban a sobrevolar a la pareja de ancianos que abrazados dejaban que el sol primaveral calentase sus ajados huesos.
El brazo del marino atrayendo y protegiendo a su mujer, ella descansando su cabeza sobre el pecho de su amado y aquel idílico momento que se quebró al escucharse con un pequeño hilo de voz proveniente de la mujer rompiendo el sepulcral silencio:
-No me dejes.
El hombre no pudo más y rompió a llorar, de sus ojos brotaron dos manantiales de lágrimas saladas que no tardaron en encauzar la ladera abajo hasta desembocar en el mar, tanto dolor generaron y tan fuertes estaban abrazados que el sol fundió sus cuerpos en uno solo, creando sobre el montículo una figura extraña de la que brotaba agua salada sin parar.
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