-“A la caída de la tarde, en el campanario, en la pared que da al bosque.”
Abel se repetía una y otra vez estas palabras pronunciadas por su amor, lo hizo como quien recita un mantra, tanto lo masculló, que en algunos momentos temió por si lo hacía en voz alta.
A las seis terminaba su trabajo en la granja, apenas tuvo tiempo de asearse y disparar unas ráfagas de perfume al cuello antes de coger la motocicleta y volar en dirección al campanario.
El sol bajaba despacio entre las montañas, notaba en su cara el frescor de la incipiente noche, sonreía ante el inminente encuentro.
Llegó pronto, se entretuvo en escuchar el silencio del desolado lugar y respiró profusamente el aire salvaje de la naturaleza. Unas voces le hizo volver en si. Corrió impaciente hasta la trasera del campanario; allí había cuatro hombres fumando.
Abel quedó petrificado al ver a su amante sobre un enorme charco de sangre. La vista se le nubló y la mente quedó bloqueada en un bucle en el que se repetía el mantra. El crujir del cráneo dolió menos que las palabras de su hermano a la vez que le golpeaba: “Dos maricones menos”.
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