¡Gato Negro!, ni que fuera una taberna de los libros de Poe, pensó mientras atravesaba la puerta de cristales coloreados. El ambiente hacía justicia a los presentimientos que había tenido antes de entrar. Rudos hombres, barbudos fumadores que hacían caso omiso a la prohibición de fumar en locales cerrados, lucían enmarañados pelos con abundancia de canas sobre el otrora cabello zaino. Suelo lleno de serrín mojado y oscurecido por las cenizas y colillas que se arremolinaban bajo los pies de los parroquianos.
-¡Buenas Noches!, balbuceó mientras se quitaba el abrigo rojo que destacaba sobre los ocres de las vestimentas de los lugareños. Cruzó la estancia con pasos más dubitativos que seguros hasta llegar a la barra. Un enorme mostrador que sólo estaba ocupado en sus esquinas por hombres que lo miraban fijamente y que habían interrumpido sus conversaciones al verlo entrar.
Frente a él, un gigante de más de 6 pies, con una cabeza rala que le hacía tener una edad indeterminada, que indefectiblemente debía estar entre los 30 y los 80, pero a saber la edad real de aquel ser mitológico, ya que sólo lo había imaginado en descripciones de taberneros en lecturas de libros del siglo XIX.
-¡Una Cerveza!, logró espetar, con un casi inaudible ¡Por favor! de coletilla. De un sólo movimiento, aquella mole sacó de debajo de la barra un pichel lleno de cerveza, con tanta mugre en el envase, que el departamento de sanidad aislaría toda la manzana en alerta máxima por prevención, si supieran de la existencia de tanta suciedad en un envase.
La espuma blanca se desparramaba por el borde de la jarra de manera insinuante, sin pensarlo dos veces, la agarró con fuerza y bebió un largo sorbo, le resultó refrescante; cálido; sabroso; amargo; divino. No respiró y acabó con la pinta en un sólo trago, al acabar, su voz era otra, más grave, más segura.
¡Otra!. Ahora ya no lo pidió, lo ordenó. El bar recobró su vida normal y el forastero dejó de ser el centro de atención. Tras acabar con varias pintas, salió del local. Ufano, feliz, pleno.
Un coche de policía atravesó la calle con las sirenas puestas y a toda velocidad, casi es atropellado, a duras penas lo pudo esquivar, pero lo que realmente despejó su mente y lo devolvió a la sobriedad fue al mirar hacia el Gato Negro y encontrar donde hacía escasos minutos era un bar, una librería.
Sin pensárselo dos veces, anduvo lo desandado y abrió una puerta de cristales coloreados entrando en la librería llamada: "Gato Negro".
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