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miércoles, 24 de octubre de 2012

San Fermín

La mañana invitaba a correr. Esperaba ansioso junto a mis compañeros el momento de empezar. Notaba como minuto a minuto, el pulso se me iba acelerando, los empujones de los que me rodeaban no ayudaban a calmar los ánimos. Tras escuchar los cánticos, un chupinazo fue el detonante para que se abrieran las puertas y todos comenzáramos una deletérea carrera. Podía oler la adrenalina de los mozos, oír los latidos de sus corazones, sentir cada miedo como si fuera propio. Junto a mí, corría un joven que trastabilló y fue pisoteado por la manada. Miraba hacia delante, procuraba no distraer mi atención; el gentío era inmenso. No veía más que cuerpos corriendo y manos agarradas a periódicos a los que se asían fuertemente como si estos fuesen a protegerlos de los afilados pitones. Con mi ritmo constante, llegamos en pocos minutos y en tropel a la gran plaza, de donde pude escabullirme por un hueco y dejar que la adrenalina, el sudor y el miedo se esfumaran. Por la tarde, volví a aquel ruedo. Ya no había nadie en la arena, notaba como el pulso se me aceleraba, la adrenalina volvía ahora con más fuerza; estaba solo y usé toda mi bravura para defenderme.

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